Orlando Luis Pardo Lazo
El castrismo triunfó en todas partes, menos en Cuba. Y es lógico. En tiranía, el castrismo languidece. Pero las democracias son su terreno fértil.
He estado mi primera semana en París, la Ciudad-Ilusión más que la Ciudad-Luz. He oído la voz, mirado a los ojos, y abrazado a los cubanos libres en medio de la molicie colaboracionista de París, donde pululan los Pétains despóticos con la plusvalía de ser expertos en el tema Cuba, así en la Academia como en el Ayuntamiento.
En París, Raúl Castro sería investido rey de manera sumaria, en uno de esos ataquitos de Restauración revolucionaria con que la capital compensa, con buena mesa, su mala conciencia de izquierda y su pésima libido liberal.
A todos y a cada uno de los cubanos libres de París el castrismo u-la-lá les ha entrecerrado las puertas profesionales y de los medios públicos de difusión. A todos y a cada uno les han impuesto amenazas, coacciones, censuras, chantajes laborales y, por supuesto, actos de repudio y golpizas.
Todos han resistido lo mejor que pudieron, hasta donde pudieron. No pocos terminaron como clochards o suicidas o locos. O en una colecta de compatriotas, para ser cremados sin patria pero sin hipocresía. Y sin pendejismos cómplices al punto de lo criminal.
París es famosa por sus museos, pero debiera serlo aun más por deportar cubanos a Cuba. Algunos de los casos más sonados e insultantes murieron en circunstancias violentas, apenas tocaron la grosera geografía del castrismo original. Se los habían llevado a lo bestia: con golpes, esposados, probablemente drogados. Y con los aplausos operáticos de la prensa presa de medio París.
Varias veces me equivoqué hablando con estos cubanos libres de maneras finas pero no afrancesadas. Al mencionar al exilio, se me iba el lapsus de decir "aquí en Cuba" para referirme, por ejemplo, a París. Cuando alguien me lo hizo notar, sólo sonreí y ya no pude seguir discurseando. Tenía un nudo en la garganta y un peso muerto bajo el esternón. Y muchas ganas de tener ganas de llorar, entre los brindis con vino de la victoria y la pastelería post-post.
En efecto, entendimos que la batalla por París la habíamos perdido a manos de los doctos mediocres y los mercaderes mezquinos de Europa (o Euroja). Aquí en Cuba, en la Francia de la Fidelidad, donde las rectoras retro se templaron a Camilo Cienfuegos o bailaron un chachachá con el Ché. Aquí en Cuba, que es la misma Francia que guillotina a quien no se haga el guillao, siendo cuna y curul de un castrismo visceral, venéreo, donde nuestro Robespierre napoleónico del Caribe representa el parto perfecto de la razón: buensalvajismo existencialista, edipo anti-capitalista, eros deconstructivo de las mil y una democracias en decadencia, la muerte como voluntad y representación.
Quisiera vivir y amar en París, sentado en los cafés ametrallados por los asesinos en serie que usurparon el nombre de Dios: los islamistas radicales que han convertido a Alá en un Meñique. En esos mausoleos vivientes vi a jóvenes sin miedo tomando sus infusiones a la misma hora de la masacre. Y otra vez sentí una pena insondable por las demasiadas historias de amor que el odio le ha desfigurado al rostro de París.
También vi mi cara impresa en una gigantografía en colores junto al Hotel de Ville, como parte del congreso anual de ICORN donde hablé pestes de —yo, que no sé decirlo— La Revolución. Y por todo el metro de París me perseguía el personaje de Carmen la Cubana, teatro insular ya listo para su estreno tan pronto como me largase de aquí.
Finalmente, fui al cementerio. Es mi ritual irrenunciable, incluso antes de abandonar la Isla. Esos nichos al margen del Estado son hoy nuestro último bastión de resistencia civil. Porque el castrismo no construye cementerios. Los considera un despilfarro de recursos. Y un peligro moral.
Más allá de los selfies en las tumbas canónicas de caudillos y autores, me arrodillé junto a la lápida de Suzon Garrigues, mártir del Bataclan en noviembre pasado. No sé rezar. Pero igual le hablé a sus órbitas desorbitadas de azul cielo y le prometí nunca soltar su mano ni su memoria. Como tampoco extraviaré las horas de diálogo y albergue con los cubanos libres de París, esa raza cosmopolita y ya un tin cansada, estatuas caminantes que exponen la inutilidad ignorante del Ur-castrismo, su condición de cosa tan inmanente como innecesaria, su ubicuidad vacua de basurero y barbarie.
Si muero, entierren mi corazón junto al polvo perenne de los cubanos cremados en la ciudad del Castrismo-Luz, donde las batallas perdidas seguirán siendo imperdibles a falta de cubanos libres dentro de Cuba.