Hughes
Abc
Mis palabras sobre lo sucedido en la Plaza Mayor con los hinchas holandeses, las mendigas y el héroe anónimo han levantado cierta incomprensión. Alguna manifestada en comentarios de amables lectores. Quizás no me expliqué lo suficiente. O quizás me expliqué demasiado.
Yo no dudo en ningún momento del heroísmo del señor anónimo. Le llamo héroe, directamente. Algo que está claro, dado que fue el único de entre todos los presentes que hizo algo al respecto, y encima con riesgo para su integridad física. Cuando digo que me decepcionó, es que escuché la noticia antes de verla, y lo que hubiese restituido la indignación (mi indignación) era tomar medidas serias contra los holandeses. Obviamente, esto no lo iba a hacer nadie, y menos un solo señor. Por supuesto que yo no hubiese sido capaz de un escarmiento, puede que ni siquiera hubiera intervenido (casi seguro). Es más, ni siquiera hubiera estado (salvo orden profesional) en la Plaza Mayor.
Lo que me llamó la atención fue la naturaleza del heroísmo de este señor. Lo que nosotros consideramos un héroe. O mejor: el espacio de heroísmo que queda. Lo que se puede hacer. Y todo surgió a raíz de la extrañeza que me provocaba la frase “las estaban deshumanizando”. Que me parecía un término elevado, desproporcionado. Porque la deshumanización es un proceso, o algo secular. No deshumaniza una humillación. Deshumaniza un campo de concentración, un gulag. O la extrema pobreza continuada.
Pasa, como con tantos términos de los años 30 y 40, que se usan con extraña alegría.
Los holandeses no deshumanizaban. Probablemente, estas señoras venían ya deshumanizadas por un largo proceso.
La frase, por así decirlo, me cantaba por soleares. Estaba detrás un humanitarismo que es vertebral en nosotros. El hombre (¡profesor de filosofía!), por supuesto que es un caballero y un ciudadano heroico, pero lo que yo me permito comentar es la naturaleza de ese heroísmo que tanto celebramos.
Es decir, un heroísmo de última hora, de corte humanitarista, que en realidad no restituyó nada, salvo una tranquilidad de la mirada. El hombre les dio dinero para que la escena cesara. Pero no cambió nada. ¿Cómo podía cambiar nada él solo?
La bobalicona celebración de ese acto por los medios y por los políticos y por los amables lectores me parecía y me sigue pareciendo inculpatoria, miope, ¡escandalosa! Y escandalosa hasta límites de risa lo de la embajada holandesa.
Porque los inhumanos eran los otros. Y simbólicamente, en la Plaza Mayor, se estaba representando otra cosa. El cartón del europeo, la inmigración paupérrima, la tranquilidad de las conciencias, o ni siquiera eso, de la mirada, de nuestro espacio.
Eran dos oscuridades muy fuertes puestas de manifiesto en un segundo.
¿Es necesario que les recuerde la situación actual de Europa y sus fronteras? ¿Somos tan obvios?
La “deshumanización” de esas mujeres, de existir, no estaba siendo producida, sino revelada.
No es que el señor fuera hipócrita, amables lectores malintencionados, es la naturaleza de ese humanitarismo la que me parece así.
Es decir, nosotros. Que pare. Sin corregir al malo, ni remediar al pobre. Que pare. Tome su monedita. Lárguese de aquí.
Por otra parte, en estos momentos ya no hace falta censura. Basta con el imperio del lector. Un lector que sólo quiere la papillita.
Hombre, pues la papillita se la va a dar Rita, no un servidor.