Lina Tono
Hace poco, unas semanas a lo sumo, me disponía a pagar algunas cosas en el supermercado. Le pasé a la cajera tres zanahorias transgénicas, una cebolla, cuatro tomates chontos y un par de mangos de un rojo incendiado: dos corazones de dioses iracundos. La cajera puso cada cosa en la pesa digital y una pantalla de computador indicó los precios. Todo iba bien, pero, llegado el turno de los mangos del Olimpo, la niña ojeó la bandeja y luego se me quedó mirando con el rostro petrificado por unos segundos.
Quedó congelada, detenida en el tiempo, lívida entre su delantal. Anticipando la advertencia con los ojos, muy preocupada, me dijo: "...están a ocho mil pesos, los mangos...". Yo solo atiné a subir las cejas y le respondí: "¿y qué pasa con eso?". La señora que iba detrás de mí, en la fila, me miró como si la nave madre de las amas de casa hubiese zarpado hace siglos, con todas las mujeres a bordo. Todas menos yo. Entonces pregunté: "¿y es que, normalmente, cuánto cuestan los mangos?". La vecina y la cajera se miraron y, como haciendo honores al primer útero del universo, me respondieron en coro: "¡cuestan la mitad!". Después me explicaron –con algo de pesar, valga decirlo– que no estaban en cosecha y que por eso se había elevado el precio. Yo, pues nada, pagué los mangos más caros del altiplano, agarré mis bolsitas y salí del supermercado cargando la única verdad que reina en mi vida desde hace unos años: no sé nada. De nada.
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