Éstos son los términos exactos del problema. Una lucha entre un régimen antidemocrático, comunista y oriental y otro régimen antidemocrático, anticomunista y europeo, cuya fórmula exacta sólo la realidad española, infinitamente pujante, modelará. Así como Italia o Flandes, en los siglos XV y XVI, fueron teatro de la lucha entre los grandes poderes que iban a plasmar la nueva Europa, hoy las grandes fuerzas del mundo libran en España su batalla. Y España aporta —es su gloriosa tradición— la parte más dura en el esfuerzo por la victoria, que será para todos.
En torno a estas términos es coma la mayoría de los españoles han tomado su posición. Y en torno a ellas es coma debe tomarlos el espectador extranjero, que quizá sea menos espectador de lo que se figura. O comunista o no comunista: no hay por el momento otra opción. La fórmula comunista es única, y con ella tratan sus adeptos de conquistar el mundo. La fórmula anticomunista no es necesariamente fascista. Anticomunistas son Italia y Alemania y Portugal y el Japón y, explícita o solapadamente, otros muchos estados de Europa y de América. Y cada cual, dentro del mínimum de un esquema común, se gobierna a su modo. Hay, pues, donde escoger.
El problema sería, en suma, clarísimo, a no ser por la intervención perturbadora de las fuerzas liberales, cuyo inmenso prestigio y cuya inmensa torpeza llenan hoy de confusión al panorama político del mundo. La ceguera frente al antiliberalismo rojo ha hecho que el liberal venda su alma al diablo. Pero su castigo será proporcionado a su error: porque el liberalismo, como fuerza política, ha terminado su misión en el horizonte de algunas generaciones. Quedará por ahora sólo como sentimiento de las almas, porque con un nombre o con otro lo que representa en su origen y en su esencia es el motor inmortal del progreso de los hombres. Y, sin duda, brotará un día, cuando sea purificado de las inevitables dictaduras de hoy.
Los liberales españoles saben ya a qué atenerse. Los del resto del mundo, todavía no. Yo no escribo para convencerlos. Porque en política el único mecanismo psicológico del cambio es la conversión, nunca el convencimiento. Y debe siempre sospecharse del que cambia, porque dice que se ha convencido.
Los liberales del mundo oirán también un día el trueno y el rayo; caerán de su caballo blanco, y cuando recobren la conciencia habrán aprendido de nuevo el camino de la verdad.