Dumas
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Los pactos parlamentarios son la apoteosis del Estado de partidos, que de representación sólo tiene el teatrillo.
–¡Menudas pintas! –dicen en la radio del taxi–. ¿Esos tíos de Podemos no saben que un diputado representa a todos los españoles?
La impudicia de Podemos es, desde luego, la impudicia de España, pero España no es ese Parlamento. ¿Por qué?
En el Estado de partidos un diputado no representa ni siquiera a los votantes de su partido: representa únicamente al autor de la lista que lo ha incluido en ella. Lo dice el gran abogado (alemán, naturalmente) del Estado de partidos, donde el principio de representación es sustituido por el de identidad, que fue, ay, el sueño de los grandes machos alfa de la vieja Europa treintañona.
Su base es el sistema proporcional, que deforma la realidad popular como los espejos cóncavos del Callejón del Gato. Gente que mete en la urna la papeleta del PP y luego, al ver a Celia Villalobos, se echa las manos a la cabeza: “¿Ésa soy yo?”
En la democracia representativa los partidos son intermediarios entre la sociedad civil y el Estado, pero en el Estado de partidos los partidos son el Estado, y por eso parece que no hay Estado, que se lo han comido. ¿Qué sería de la izquierda española, si estuviera democráticamente condenada a vivir de sus votantes?
El “leninismo amable” que vende Pablemos es parasitismo económico, hormiguitas cuidando al pulgón de la comisión en el Parlamento y de la cátedra en la Universidad pública para deleitarse con las secreciones azucaradas de sus nóminas.
La democracia es la ley de la mayoría y minoría (mayoría como prueba de lo que existe y minoría como simiente de lo que vendrá, decía Dumas), mientras que el Estado de partidos es el chalaneo de los tratantes parlamentarios.
Pero Cifuentes, que va de dama de las camelias, en lo que tose ofrece listas abiertas, pues los piperos aún no saben (ella sí, y por eso las ofrece) que son más dañinas que las cerradas.