Francisco Javier Gómez Izquierdo
Rafael se hizo novio de Araceli, una mocita guapa de dieciséis años, cuando él apenas tenía dieciocho. Araceli era celosa, egoísta, presumida y dependiendo de la estación, se le alborotaban los sentimientos sin razón aparente:
-Como te vayas, me tiro de la peña.
Araceli era hija de santera y se ponía farruca cuando Rafael tenía que volver a casa ya muy de noche, después de cortejarla junto a la ermita que guardaba su futura suegra. Araceli no tuvo otro novio que Rafael. Casó con él a los veinte años y tuvieron dos hijas. La segunda de las criaturas vino al mundo en un parto mal atendido por los médicos de la Seguridad Social y Rafael denunció a la Administración. La madre de Araceli, más limosnera que eremítica en el ejercicio de su ocupación, con el olor del dinero tomó asco a Rafael y entonces comenzó uno de esos calvarios que en distintas modalidades padecen muchos maridos con la complicidad de una normativa que a veces se interpreta con las entrañas.
Rafael se tuvo que ir de una casa que le costó mucho sudor pagar. Su suegra, más que su mujer, haciendo caso omiso a las disposiciones judiciales, no le permitía ver a las hijas, hasta que en un acto desesperado y sin duda reprobable entró en casa, sujetó con cuerdas las manos de Araceli y le suplicó llorando que no volviera a denunciarlo sin motivo, que se quedara con todo, pero que le permitiera ver a sus hijas y sobre todo que lo dejara en paz de una vez. La desató y se fue.
En éstos términos denunciaron los hechos Araceli y su madre y así los reconoció Rafael ante Su Señoría. Rafael entró preso por secuestro y amenazas en el ámbito de Violencia de Género y como quiera que tenía ya dos condenas, una de tres meses y otra de seis por insultos y menosprecio en anteriores causas, acumuló siete años de prisión de los que lleva seis y medio sin disfrutar permisos y sin perspectivas de poder hacerlo. Va a cumplir a pulso porque no hay Ley mas rígida y escrupulosa que la que condena a los acusados por Violencia de Género. Sobre todo cuando son reincidentes.
En el caso de Rafael, el condenado al menos es culpable de un acto injusto, pero ¡ay de aquéllos que el juez encarcela con la simple denuncia verbal de una mujer despechada!
No hemos de olvidar que el feminismo -el bien- no admite perversidad en su especie y por ello los legisladores persiguen a todo hombre, susceptible de adquirir hábitos machistas. Con que lo diga una mujer, basta.