Abc
En los felices 80 (los 80 de Reagan, en cuyo honor Cristiano se hace llamar Ronaldo), triunfó en TV una serie brasileña sobre crisis de parejas. Se llamaba “Quem ama ñao mata” y sustituía a “Masada”, cumbre de la guerra de los judíos que mucho intrigó a Ernst Jünger, quien en su “Diario parisino” reparó en el arranque de los disturbios de Jerusalén:
–Mientras los judíos se reunían para la fiesta de los panes, los romanos dispusieron una cohorte sobre la sala de columnas del templo para observar. Uno de ellos se subió la túnica, volvió el trasero hacia los judíos con una inclinación burlona y dejó escapar el indecente sonido de su posición. Costó diez mil vidas: fue el pedo más funesto de la historia.
Quiere decirse con esto que, para la historia, ningún gesto pasa desapercibido, ni siquiera el rasca-rasca cordobés de Cristiano en la calcomanía del Mundialito.
El sábado, muy de mañana, en la barbería (¡ay la demagogia de la barbería en sábado de boda!, siendo boda que por la tarde juegue el Madrid), la discusión pipera era el rendimiento laboral de Cristiano, enredado de amores.
–¡Hay que ser muy chulo para pasar de la rusa!
–He oído que sale con una locutora de la TV.
–¡Pues en esa TV está la hija de Zapatero!
La rusa es la modelo Irina Shayk, no la novela de Cebrián, el académico que exige llamar “mezquita” a la “catedral”, para no cabrear a “los hijos de Al-Andalus”. ¿Será Gunino, el lateral que hizo de Cristiano un Peter O’Toole, hijo de Al-Andalus?
John Huston decía que Peter O’Toole tenía pinta de estar caminando sólo para ahorrar gastos de funeral, y en el sopor de la siesta sabatina se le mezclaban a uno el “piter-otulismo” de Cristiano en “El Arcángel” y el madridismo gótico de la hija de Zetapé en la fantasía, con lo que la pesadilla cobró fuerza y de ella sólo nos despertó el zapatazo “triste, solitario y final” de Bale, que valía tres puntos.
Salvo lo de frotarse la calcomanía del Mundialito (en la época de Mourinho, el “As” sacó la primicia de que Ronaldo, por desamor, tapaba al escudo con un esparadrapo), el divino portugués estuvo en Córdoba igual que en los demás partidos de su Año Dorado: de más.
El Mundialito es un Fifito, o Naranjito de la Fifa, que en el pecho te distingue como vencedor del equipo de Bergoglio, que, hombre, tampoco hablamos de las cinco Copas de Di Stéfano.
Ir a Córdoba a presumir de Fifito será de palurdos, pero… ¡hay tantos!
En la serie pijiprogre “Spain on the Road Again” (con Gwyneth Paltrow), Mark Bittmann, crítico gastronómico del “New York Times”, sale en la mezquita diciendo que desde allí, desde la mezquita, Felipe II dirigió, tan pichi, el imperio español, sin que el periodismo patriótico hablara de tirar al pilón a Bittmann como ahora se pide hacer con Cristiano, quien a la tontuna de su “¡Peeedrooo!” penelopero en Zurich une este frota-frota cordobés de la lámpara de Aladino, que es Blatter. ¿Y qué?
Vale que al administrador de egos se le haya ido la mano con el de Cristiano, pero ¿a qué venimos al fútbol, a setas, que son gestos, o a rolex, que son goles?
Lo peor del gesto cordobés de Cristiano es que tapa el de Casillas, que se sumó al cincuentenario de Churchill con una salida tan ingeniosa como las del estadista inglés.
Ibsen
EL PATO IBSENIANO
Canales, Illarramendi y Odegaard es la historia de la incesante búsqueda blanca del angelote (Casemiro era más un angelito negro de Machín) que no acaba de cuajar. “Cuajar un toro en Madrid”, es el sueño del torero al empezar. “Cuajar un angelote en el Madrid”, es el sueño del pipero al animar. Y uno ha visto al piperío volcarse en el Bernabéu con Canales y con Illarramendi (¡con su trote de aurresku!) como se volcará con Odegaard, que viene para cambiar la imagen de Noruega en Madrid, donde lo noruego fue siempre cosa de Ibsen, con su casa de muñecas y su pato silvestre, único plato noruego en la cocina cultural de la capital, que, por otra parte, nunca acaba de alejarse del cocido. Perla, ay, este Odegaard, de eso que Hughes llamó “nuevo funcionalismo rubio”, la fascinación pipera por las rubias y los rubios.
EL PATO IBSENIANO
Canales, Illarramendi y Odegaard es la historia de la incesante búsqueda blanca del angelote (Casemiro era más un angelito negro de Machín) que no acaba de cuajar. “Cuajar un toro en Madrid”, es el sueño del torero al empezar. “Cuajar un angelote en el Madrid”, es el sueño del pipero al animar. Y uno ha visto al piperío volcarse en el Bernabéu con Canales y con Illarramendi (¡con su trote de aurresku!) como se volcará con Odegaard, que viene para cambiar la imagen de Noruega en Madrid, donde lo noruego fue siempre cosa de Ibsen, con su casa de muñecas y su pato silvestre, único plato noruego en la cocina cultural de la capital, que, por otra parte, nunca acaba de alejarse del cocido. Perla, ay, este Odegaard, de eso que Hughes llamó “nuevo funcionalismo rubio”, la fascinación pipera por las rubias y los rubios.