Ignacio Ruiz Quintano
Abc
La matanza de París lleva a la socialdemocracia a vindicar el “derecho a la blasfemia” (sic), guinda que coronaría la tarta de derechos de una cultura europea que ya no tiene más tótem que la bicicleta.
El “derecho a la blasfemia” es una de las grandes conquistas alemanas de los años 30, con la del aborto y la eutanasia que tanto escandalizaron, por cierto, a Largo Caballero.
Hombre, si el Papa de Roma, jesuita y argentino, tiene por pintura favorita, no al “Cristo” de Velázquez, sino a la “Crucifixión Blanca” de Chagall, no seré yo quien se ponga al frente de la manifestación para prohibir la blasfemia.
Cuando los daneses sacaron las caricaturas de Mahoma, en la Onu se planteó la prohibición de la blasfemia, si bien únicamente en su rama mahometana, con el apoyo intelectual de Sergio Pitol (otro premio Cervantes, como Goytisolo), que zapateramente condenó aquellas caricaturas por “irreverentes y agresivas”.
A mí de la blasfemia no me separa la fe (“No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido, / ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte”, arranca el soneto español más elevado), sino el gusto. La cultura es cultivo y procede, lo mismo que el derecho, de la tierra, donde los muertos, que es lo sagrado.
Y la verdad es que no tenía uno a la blasfemia por “derecho humano”, sino por curiosidad antropológica de algunos rincones de la ribera navarra y del agro vascongado.
Pero choca que los socialdemócratas, a la vez que vindican el “derecho a la blasfemia” (cristiana), prohíban, ay, la blasfemia civil, con leyes de género que invierten, ¡oh, justicia poética!, la carga de la prueba, como en los mejores tiempos de la Santa Inquisición.
Así, en el famoso soneto cabrero de Miguel Hernández a Gil Robles, el poeta quedaría absuelto de su “me c… en Cristo”, aunque sería condenado por su “vete, m…azo”. ¡Anda que no hay formas de decir Jehová!
–¿Jehová? ¿Ha dicho Jehová? ¡Lapidación!