Del Córdoba-Levante no hay absolutamente nada que contar. Ni siquiera pareció un partido de fútbol. El estratega cerocerista que es el entrenador Lucas Alcaraz colocó diez corredores de fondo en un Arcángel al que manifiesta llevar en el corazón, y les obligó a que se esforzaran en el oficio de defensas hasta morir en el empeño. Los hombres le salieron obedientes y entre faltas y arañazos al reloj fue pasando la tarde mientras el aburrimiento de la parroquia cordobesa se vestía de desesperación.
Nosotros, el Córdoba, somos harto limitados, y no entiendo el porqué del miedo que demuestran los equipos que nos visitan: Real Sociedad, Dépor, Español y este Levante romo y asustón en el que nada es destacable. Si acaso el lateral derecho Iván López, que con veinte años aún no se ha adaptado a las rigurosas bridas de su posición defensiva, e Ivanschitz, un zocato que parece mejor de lo que es.
Casedesús cada vez es menos delantero, Morales ya no es tan valiente como en el Éibar y Barral es un chico al que se le apaga lo indómito incluso en las broncas con sus marcadores. Víctor Pérez, que con nosotros sería titular, no juega porque Lucas prefiere, como no podía ser de otro modo, la musculosa negritud de su plantilla: Simao Mate, Diop y Sissoko.
David Navarro es el jefe, por más fiero, de la defensa, pero el checo Vyntras y el griego Nikos Karampelas no son legos en las artes intimidatorias. De portero juega Mariño, que ni bien ni mal, en vez del castillista Jesús, que ni mal ni bien.
Triste equipo este Levante al que esperan muchas tardes aburridas en su estadio y que desesperará en sus desplazamientos a los buenos aficionados. Lucas Alcaraz, que oposita en la prensa por volver a Córdoba por sentirse como en casa, es así. Triste, aburrido, desesperante. “Un simple empleado”, como le gusta definirse.