Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Con una mísera performance municipal de Tono Martínez, el gestor cultural de Ana Botella que en el 78 militaba en el partido del sector ruso de Berlín, Madrid conmemoró los 25 años del derribo del Muro.
Hay que decir que casi había más público en lo de Cristóbal, el sufí que a la misma hora inauguraba en Ansorena, que en lo de la Puerta de Alcalá, quizás por miedo (pensando en el futuro) a los ojeadores de Podemos.
Inglaterra aparte, a los europeos la libertad siempre les pareció lo mismo que a Pablemos el teatro: “una mariconada”. Solzhenitsin, de quien Juanito Benet, el maestro de Marías, hizo heroica burleta en “Cuadernos para el diálogo”, sigue siendo un autor de mal tono para el gusto socialdemócrata.
–Nada me parece más higiénico –escribe el ingeniero Benet– que las autoridades soviéticas, cuyos criterios respecto a los escritores subversivos comparto, busquen el modo de sacudirse semejante peste.
La Revolución Francesa nos legó las dos ideas mitomotrices que más muertos llevan a cuestas: la utopía igualitarista, que encarnó en Rusia, y el mito nacionalista, que encarnó en Alemania, con magnífico porvenir, hoy, en España.
La utopía igualitarista conduce a la dictadura comunista, y el mito nacionalista, a la dictadura fascista. “Comunismo amable” y “derecho a decidir”, en el lenguaje poético del parnasillo español de Berlusconi, pues comunismo y fascismo acostumbran (Hitler-Stalin) ir de la mano.
El nacionalismo es el ismo de los pueblos que llegan a nación cuando la nación declina. El sol (de Jardiel) llegando tarde a un eclipse. Alemania, cuyo nacionalismo trajo el gas de Ypres, los submarinos y zepelines contra civiles, los hornos.
Se dirá que todo empezó con el atentado de Sarajevo, pero en realidad todo venía del famoso “¡Vive la nation!” del soldado en Valmy, cuya importancia sólo el joven Goethe (no liar con el pequeño Nicolás) supo prever (Wolfgang de la Preveyéndola, que diría, saludando a Rosa Belmonte, Pedro Sánchez).