Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Alba, a secas, se firmaba ella.
¿Para qué más?
–Y es que, generalmente, la casta no traiciona –aclara Foxá, para quien el deber de la aristocracia consiste hoy en incorporar a su mundo los nuevos aristócratas.
El Perú empezó “a joderse” cuando Cánovas, detenido ante la cámara regia, donde sólo podían entrar los grandes de España, repuso con soberbia al gentilhombre de cámara, mientras empujaba la puerta:
–Yo los hago.
(En realidad, y por combatir al carlismo, Cánovas sólo hizo “grandes” a los nacionalistas).
Nadie ha descrito mejor que Fumaroli la metamorfosis del epicureísmo elegante en consumo de masas: “Hoy se ofrecen a los ciudadanos de las democracias liberales los medios centuplicados para llegar a ser, en una o dos generaciones, lo que la aristocracia veneciana tardó cuatrocientos años en convertirse: crustáceos servidos en la mesa de Cronos”.
En la España del consenso esa mesa de Cronos petada de crustáceos es la mesa de Torrijos, el concejal sevillano que negaba a la de Alba la mano de pelar cigalas de Isla Cristina.
–¡Idiotas, que soy felipista! –pudo gritarles ella, al modo como Azaña, camino de un mitin en Mestalla con Giral y Sánchez-Albornoz, levantando la ventanilla del tren, replicó a los campesinos que en la estación le pedían “¡Muerte a la burguesía!”, bien caliente el 34: “¡Idiotas, yo soy un burgués!”
Está dicho que la aristocracia española ha sido la más llana de Europa, y un alcalde sevillano pondera la llaneza de la de Alba testimoniando que ella misma mandaba a comprarles pienso a los pencos “para que no se comieran la corteza de los emblemáticos naranjos de las calles de Sevilla”.
En este tiempo de masas (aduladas más que los antiguos reyes), cuando la aristocracia de París son los sargentos de Napoleón, y la de Nueva York, los peregrinos del “May Flower”, ¿cómo no sobrecogerse ante la singularidad heráldica de la Casa de Alba, si ministros hay que se pasman ante “la singularidad catalana” de los Mas?