Ignacio Ruiz Quintano
Abc
El español no tiene mano para lo menudo.
A derecha y a izquierda (sobre todo, a izquierda, con el sindicalismo de la salud que padecemos), lo nuestro es la grandilocuencia, aunque tampoco nos da para un Nobel: ni Marías llega a Modiano, que es un Michi Panero pasado por Paco Rabanne, ni Pablemos a Snowden, que casi se lleva la piñata socialdemócrata de la Paz.
A la isla de Santo Domingo España envió en su día un mandado para poner preso al comején (un insecto), que había destruido unos papeles que pedía Su Majestad. Y a Cuba, para combatir a la fiebre amarilla, España envió lo mejor de sí misma: leyes, tertulias, artículos de prensa…
Pero la fiebre amarilla continuó matando a gente.
A más disposiciones, más fiebre.
Los sabios sostenían que en otros países las mismas precauciones habían hecho desaparecer a la fiebre. Se enviaron Comisiones (“que cobraban unas dietas fantásticas”) para comprobar que la fiebre amarilla de Cuba era como la fiebre amarilla del resto del mundo. Y sí, era la misma.
–Y seguimos lanzando leyes, como quien tira bolitas de papel, a la cabeza de la fiebre amarilla –escribe Fernández Flórez, que estudió mucho aquel extraño asunto–. Y la fiebre amarilla, impasible.
Hasta que llegaron los yanquis.
Qué jodidos, los yanquis, que no dictaron ni una puñetera ley: hicieron una cosa pequeñita, menuda, sin ciencia, sin capítulos, ni artículos, ni preámbulos, ni protocolos. Sencillamente, mataron a los mosquitos. Y así acabó la fiebre.
Todo lo cual, según Fernández Flórez, puede probar que el mundo carece de sensibilidad para las obras de la inteligencia, pues parece mentira que la Naturaleza se resista a una colección de disposiciones magníficas votadas en un Congreso y, en cambio, se doblegue ante los efectos de un poco de petróleo esparcido en los pantanos.
–Pero… así es, y no queda otro recurso que resignarse.
Y ahora a ver quién es el guapo (todos los guapos son valientes) que le pone el bozal al comején.