Alberto Salcedo Ramos
Aristides Epiayú Cijona se jacta de atender a tiempo sus deberes gracias a que tiene "un burro que rueda": su bicicleta. Ayer, por ejemplo, arreó el rebaño de chivos de su padre, transportó dos cargas de leña para su madre y vendió por las calles de Riohacha setenta paletas de mango que elaboró su tía Rosita. Si anduviera a pie –dice– la tarde no le habría alcanzado para todas esas actividades. La bicicleta, además, le permite ahorrar tiempo en el traslado entre su casa y el colegio: antes cubría la ruta en una hora y hoy, en quince minutos.
Dos adolescentes que se encuentran a su lado empiezan a mofarse de él.
-¡No, señor, la bicicleta no es burro, aquí el burro es otro!
-¡Sí, burro, burro!
Los indígenas wayuu son nativos de La Guajira, y se mueven libremente entre Colombia y Venezuela.
El maestro Toba Mendoza, un sabio antiguo de estos territorios, afirmaba que La Guajira "no le queda al país más lejos de lo que le queda, porque la ataja el mar".
La líder política Emilsa Rojas Atencio considera que las distancias han jugado un papel importante en el destino de su departamento.
-La extensión de La Guajira es de casi veintiún mil kilómetros cuadrados. Nosotros tenemos municipios enclavados en la Serranía del Perijá, otros a orillas del Mar Caribe, y otros más que limitan con la Sierra Nevada de Santa Marta. Movilizarse en este vasto territorio es muy difícil.
Aristides Epiayú y sus dos compañeros estudian en una ranchería de su comunidad ubicada a cinco kilómetros.
Como los salones de clases son insuficientes, los catorce alumnos de este grupo esperan al profesor de sociales en un espacio conocido con el nombre de "árbol-aula". Es una franja de tierra que se encuentra bajo la copa de un trupillo. En la parte de adelante, recostado contra el tronco del árbol, hay un tablero de acrílico montado sobre dos sillas rotas. Aquí casi todos los asientos, a propósito, están estropeados.
La vegetación se ve menoscabada por la canícula: ramas peladas, yerbajos marchitos, hojas amarillentas desperdigadas por el suelo. De vez en cuando sopla un ventarrón que alborota la arena.
Para llegar hasta esta ranchería hay que internarse en un trecho destapado. Toca aparcar el carro al costado de unos cardonales y andar a pie. Cuando cae un chaparrón el tramo se torna intransitable. Allí las llantas de los camperos han dejado surcos profundos afilados en los bordes. También se avistan huellas humanas y de burros.
-Mentiras, tú no eres burro –dice ahora en forma teatral uno de los compañeros de Aristides Epiayú Cijona.
-Burro es la bicicleta –riposta Aristides.
El antropólogo Weildler Guerra Curvelo había dicho hace dos días que, en principio, los indígenas wayuu rechazaban la bicicleta porque la consideraban "ajena a sus usos y costumbres". Estimaban que era un vehículo demasiado frágil para circular por este territorio tan agreste lleno de dunas, cactus y caminos laberínticos.
Guerra Curvelo señala que la bicicleta penetró en la etnia wayuu de manera gradual, durante la segunda mitad del Siglo XX. El hecho se dio, según él, "mediante un proceso de sincretismo cultural". Sencillamente se fue imponiendo en la cotidianidad como medio de transporte, ya que permite andar a buena velocidad por los senderos más angostos. A continuación estableció –cómo no– la consabida analogía:
-Nosotros decimos que la bicicleta es un burro mecánico.
-Esa equivalencia entre el burro y la bicicleta se ha vuelto bastante común.
-Es inevitable. Los wayuu son muy arraigados a sus costumbres. A ellos tuvieron que convencerlos de que la bicicleta es como un burro para que se animaran a usarla.
-¿Y sí es como un burro?
-Bueno, cumple las mismas funciones del burro, con la ventaja de que le ahorra al dueño los gastos de pasturaje. No necesita beber agua dulce, y eso vale mucho cuando estás en una zona donde solo hay desierto y mar.
-La bicicleta parece inadecuada para estos terrenos tan ásperos.
-Es al revés. A veces la carretera principal se vuelve imposible para los carros y toca buscar caminos alternos. Eso se facilita en un vehículo liviano como la bicicleta.
En La Guajira las bicicletas acercan a los niños wayuu a las escuelas. Algunos nativos, como el profesor Jaime Mejía Arpushaina, quieren ver en este hecho la posibilidad de arrimarse también a algo que siempre han tenido demasiado lejos: el futuro.
Dos adolescentes que se encuentran a su lado empiezan a mofarse de él.
-¡No, señor, la bicicleta no es burro, aquí el burro es otro!
-¡Sí, burro, burro!
Los indígenas wayuu son nativos de La Guajira, y se mueven libremente entre Colombia y Venezuela.
El maestro Toba Mendoza, un sabio antiguo de estos territorios, afirmaba que La Guajira "no le queda al país más lejos de lo que le queda, porque la ataja el mar".
La líder política Emilsa Rojas Atencio considera que las distancias han jugado un papel importante en el destino de su departamento.
-La extensión de La Guajira es de casi veintiún mil kilómetros cuadrados. Nosotros tenemos municipios enclavados en la Serranía del Perijá, otros a orillas del Mar Caribe, y otros más que limitan con la Sierra Nevada de Santa Marta. Movilizarse en este vasto territorio es muy difícil.
Aristides Epiayú y sus dos compañeros estudian en una ranchería de su comunidad ubicada a cinco kilómetros.
Como los salones de clases son insuficientes, los catorce alumnos de este grupo esperan al profesor de sociales en un espacio conocido con el nombre de "árbol-aula". Es una franja de tierra que se encuentra bajo la copa de un trupillo. En la parte de adelante, recostado contra el tronco del árbol, hay un tablero de acrílico montado sobre dos sillas rotas. Aquí casi todos los asientos, a propósito, están estropeados.
La vegetación se ve menoscabada por la canícula: ramas peladas, yerbajos marchitos, hojas amarillentas desperdigadas por el suelo. De vez en cuando sopla un ventarrón que alborota la arena.
Para llegar hasta esta ranchería hay que internarse en un trecho destapado. Toca aparcar el carro al costado de unos cardonales y andar a pie. Cuando cae un chaparrón el tramo se torna intransitable. Allí las llantas de los camperos han dejado surcos profundos afilados en los bordes. También se avistan huellas humanas y de burros.
-Mentiras, tú no eres burro –dice ahora en forma teatral uno de los compañeros de Aristides Epiayú Cijona.
-Burro es la bicicleta –riposta Aristides.
El antropólogo Weildler Guerra Curvelo había dicho hace dos días que, en principio, los indígenas wayuu rechazaban la bicicleta porque la consideraban "ajena a sus usos y costumbres". Estimaban que era un vehículo demasiado frágil para circular por este territorio tan agreste lleno de dunas, cactus y caminos laberínticos.
Guerra Curvelo señala que la bicicleta penetró en la etnia wayuu de manera gradual, durante la segunda mitad del Siglo XX. El hecho se dio, según él, "mediante un proceso de sincretismo cultural". Sencillamente se fue imponiendo en la cotidianidad como medio de transporte, ya que permite andar a buena velocidad por los senderos más angostos. A continuación estableció –cómo no– la consabida analogía:
-Nosotros decimos que la bicicleta es un burro mecánico.
-Esa equivalencia entre el burro y la bicicleta se ha vuelto bastante común.
-Es inevitable. Los wayuu son muy arraigados a sus costumbres. A ellos tuvieron que convencerlos de que la bicicleta es como un burro para que se animaran a usarla.
-¿Y sí es como un burro?
-Bueno, cumple las mismas funciones del burro, con la ventaja de que le ahorra al dueño los gastos de pasturaje. No necesita beber agua dulce, y eso vale mucho cuando estás en una zona donde solo hay desierto y mar.
-La bicicleta parece inadecuada para estos terrenos tan ásperos.
-Es al revés. A veces la carretera principal se vuelve imposible para los carros y toca buscar caminos alternos. Eso se facilita en un vehículo liviano como la bicicleta.
En La Guajira las bicicletas acercan a los niños wayuu a las escuelas. Algunos nativos, como el profesor Jaime Mejía Arpushaina, quieren ver en este hecho la posibilidad de arrimarse también a algo que siempre han tenido demasiado lejos: el futuro.