Alberto Salcedo Ramos
Rubén Blades puede sonar en los bares de salsa porque tiene swing, en las academias de música porque es dueño del bongó, en las escuelas de letras porque es un tremendo contador de historias, en la intimidad de nuestra casa porque su voz es amiga, o en las plazas de mercado porque sus canciones hablan el alfabeto de la calle.
Uno puede oírlo tanto si quiere bembé en la pista de baile como si quiere quedarse sentado al lado del tocadiscos. Oírlo para ver películas con los oídos, oírlo para entender al malandro y evocar el parquecito de barrio donde nos sentábamos, oírlo para saber lo que es gracia.
Oírlo para ir y para volver, oírlo siempre.
Dedícale "Paula C" a la mujer que te toque el corazón, mándale "El tartamudo" al amigo que esté necesitando sonreír, regálale "GDBD" a todo el que quiera saber cómo narra un maestro.
Yo oigo a Blades porque sí y porque no. Lo oigo porque ha sido un tipo cojonudo. Se fue de Panamá para defender su pasión, ya que el rector de la universidad donde estudiaba derecho lo puso a escoger entre las leyes y la música. Al llegar a Estados Unidos pegó estampillas en la oficina de correos de la Fania, pues nadie le paraba bolas.
Cuando, finalmente, los productores empezaron a oír su repertorio, él tuvo pantalones para soportar la andanada que se le vino encima: le decían que su música es inteligente, y la salsa es para embrutecerse; le decían que usa demasiado texto, y la salsa es el imperio de los trombones y los timbales; le decían que en sus canciones abundan las protestas, y la salsa no es para protestar sino para divertirse.
Blades aguantó, es decir, siguió cantando, y ganó la apuesta a su manera: "Pedro Navaja" es una canción larga (dura más de siete minutos) y pone el foco en la historia, no en su orquestación. Pero Blades les demostró a los productores que una canción que se oye como si se leyera –porque cuenta una historia– también puede invitarnos a sacudir el esqueleto.
Blades se atreve a ser absurdo, como cuando dijo aquello de que "como en una novela de Kafka, el borracho dobló por el callejón". Yo perdí la adolescencia buscando a ese borracho cabrón en los libros de Kafka, y esa es otra razón para seguir oyendo a Blades: es un gran burlón.
Lo oigo, además, porque sabe exaltar lo simple, porque a diferencia de otros cantautores él no se empeña en mostrarse inteligente. Lo oigo porque, como dice César Miguel Rondón, Blades se impuso a "la matancerización que cometía la arbitrariedad de cerrar la salsa al exclusivo molde cubano".
Uno oye sus canciones para leerlo, porque en esencia Blades es un gran narrador. Como tal, ha forjado un universo narrativo sólido en el que cada elemento está directa o indirectamente relacionado con los otros. Cuando uno se pone a oír sus canciones individualmente, se encuentra con historias luminosas dotadas de sentido completo. Cuando uno junta esas canciones se le revela una novela cantada, la gran novela musical de América Latina.
En los versos de esa novela está retratada, de manera amorosa y dura, no exenta de humor, la fauna de nuestras barriadas, desde el jíbaro hasta la prostituta de la acera.
Rubén Blades es un cantor que cuenta, un contador que canta, un narrador que hace poesía, un poeta que narra, un músico que corre riesgos, un cantante al que no le desentona en absoluto la palabra "artista", un creador valiente que se atreve a dinamitar su propia fórmula y saltar al vacío, un cronista urbano, un memorioso, un monarca del sabor, un escribano de las esquinas, un maestro.