En 2006, el futbolista uruguayo sufrió un accidente de tránsito que lo llevó a perder una pierna. El cronista Salcedo Ramos reconstruye la historia de un hombre que amaba tanto el fútbol como la parranda
Alberto Salcedo Ramos
UNO
Darío Silva avista una vieja pelota en el patio de su casa paterna. Mientras va a buscarla lo observo con atención. Me sigue asombrando que camine con tanta seguridad. En septiembre de 2006, cuando sufrió el accidente de tránsito que lo apartó del fútbol, muchos pensaron que quedaría cojo. Pero hoy no sólo camina sin renquear sino que además es capaz de bailar candombe. Si algún extraño irrumpiera ahora en este lugar no se percataría de que tiene una prótesis en la pierna derecha.
Silva sacude la pelota contra el tronco de un árbol, la hace girar entre sus manos callosas. A continuación retoma el tema que interrumpió hace un momento: su indisciplina como futbolista. Dice que en la Copa América de 2004, disputada en Lima, se escapó todas las noches del hotel donde estaba concentrado con la selección uruguaya; que cuando jugó en Peñarol llegó muchas veces trasnochado a la cancha; que durante su periodo en el Portsmouth se volvió más fiestero.
—¿Cómo hacías para volárteles a los ingleses?
—Allá los equipos no se concentran antes de los partidos. Es más fácil salir de noche.
—Con razón el Portsmouth en esa época no levantaba cabeza.
—Y en ésta, tampoco.
Entonces suelta la carcajada.
—Lo que pasa, ¿viste?, es que ellos confían en uno. Uno es adulto y sabe cuidarse.
—Sobre todo, cuidarse. Entiendo.
Silva vuelve a carcajearse. Luego dice que los futbolistas no forjan sus amistades en las canchas sino en los boliches. En las canchas, explica, él solo veía fecha tras fecha a los once jugadores del equipo contrario. Tenía que enfrentarlos y punto. A lo sumo intercambiaba con ellos un saludo durante el protocolo inicial o una palabra durante el partido. En los bares, en cambio, se topaba con multitudes de futbolistas, especialmente los domingos por la noche. Allí sí era posible intimar porque la presión de la competencia había quedado atrás.
Uno de esos amigos conseguidos en los boliches fue el panameño Julio César Dely Valdés. Cuando se conocieron, Silva pertenecía al Peñarol, y Valdés, al Nacional. Pese a la rivalidad de sus equipos, tuvieron química desde el comienzo. Se emborrachaban después de los partidos, salían juntos con mujeres, compartían sus discos. Años después la vida les dio la oportunidad de jugar en el mismo club, el Málaga de España, donde conformaron una dupla goleadora. Silva cree que se entendían tan bien en las canchas porque habían intimado muchísimo durante las noches de farra.
Silva sacude la pelota contra el tronco de un árbol, la hace girar entre sus manos callosas. A continuación retoma el tema que interrumpió hace un momento: su indisciplina como futbolista. Dice que en la Copa América de 2004, disputada en Lima, se escapó todas las noches del hotel donde estaba concentrado con la selección uruguaya; que cuando jugó en Peñarol llegó muchas veces trasnochado a la cancha; que durante su periodo en el Portsmouth se volvió más fiestero.
—¿Cómo hacías para volárteles a los ingleses?
—Allá los equipos no se concentran antes de los partidos. Es más fácil salir de noche.
—Con razón el Portsmouth en esa época no levantaba cabeza.
—Y en ésta, tampoco.
Entonces suelta la carcajada.
—Lo que pasa, ¿viste?, es que ellos confían en uno. Uno es adulto y sabe cuidarse.
—Sobre todo, cuidarse. Entiendo.
Silva vuelve a carcajearse. Luego dice que los futbolistas no forjan sus amistades en las canchas sino en los boliches. En las canchas, explica, él solo veía fecha tras fecha a los once jugadores del equipo contrario. Tenía que enfrentarlos y punto. A lo sumo intercambiaba con ellos un saludo durante el protocolo inicial o una palabra durante el partido. En los bares, en cambio, se topaba con multitudes de futbolistas, especialmente los domingos por la noche. Allí sí era posible intimar porque la presión de la competencia había quedado atrás.
Uno de esos amigos conseguidos en los boliches fue el panameño Julio César Dely Valdés. Cuando se conocieron, Silva pertenecía al Peñarol, y Valdés, al Nacional. Pese a la rivalidad de sus equipos, tuvieron química desde el comienzo. Se emborrachaban después de los partidos, salían juntos con mujeres, compartían sus discos. Años después la vida les dio la oportunidad de jugar en el mismo club, el Málaga de España, donde conformaron una dupla goleadora. Silva cree que se entendían tan bien en las canchas porque habían intimado muchísimo durante las noches de farra.
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