Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Cuando vamos a la guerra contra el paro (suena a Guerra de los Treinta Años), vemos que en agosto se cumplieron cien años de la Gran Guerra, y ahora, setenta y cinco de su continuación, la Segunda Guerra Mundial, dos matanzas anonadantes desatadas por la pasión alemana de la fuerza sin límites.
En la esfera de la fuerza, escribe Churchill de la primera, la historia no recuerda manifestación alguna que pueda compararse a la erupción del volcán alemán: durante cuatro años Alemania hizo perder a sus enemigos más del doble de la sangre (unida a la iniquidad del gas y de la guerra submarina sin restricciones) que ella misma vertió.
–Pero el pueblo alemán es digno de otras explicaciones que el torpe cuento de que fue minado por la propaganda.
En ambas ocasiones, sólo un rugido nítido, del lado de la civilización, se dejó oír: el de sir Winston Churchill, un inglés americano (madre neoyorquina) descendiente de Mambrú, prisionero (fugado) de los bóeres y veterano de Cuba (con los españoles), primer lord del Almirantazgo y, dicho exactamente por Madariaga, el único gran general surgido en la Gran Guerra, con sus dos genialidades estratégicas, la expedición de Amberes y el desembarco en los Dardanelos, echadas a perder por unos estrategas cuya única estrategia se reducía a “matar alemanes”.
Ningún león rugió nunca más solo.
En el 39, mientras Hull, el secretario de Estado americano preguntaba oficialmente si, al rendirse a los nazis, entregaría también la escuadra, Churchill arengaba a la nación y luego decía a su ministro de Defensa: “No sé con qué vamos a bregar con esos cabrones, como no sea con botellas de cerveza”.
Eran él (más la pobre Grecia) contra el imperio nazi, sin desfallecer ni cuando su jefe del Aire le informó: “Acabamos de enviar el último escuadrón”.
–Inglaterra es muy lista –había sido su muletilla (lluvia fina) con el embajador alemán.
Luego, sólo envidió dos cosas: el Mediterráneo “y ese maldito Real Madrid”.