martes, 12 de agosto de 2014

Estepona. Cuando la playa es lo de menos




Beatriz Manjón
Abc

En Estepona pasaba los agostos una amiga del colegio a quien prometí no olvidar cuando marché a vivir a Galicia. El intercambio de postales veraniegas duró más que la amistad, porque las costumbres pesan más que los afectos, y fue así como llegué un buen día a Estepona, con la sensación de volver en lugar de llegar, aunque dice Pessoa que el lugar al que se vuelve es siempre otro. Las postales son como la foto de Facebook, muestran lo mejor –o lo que se cree mejor–, pero las ciudades, como las personas, se conocen con lo malo. «Entremedias de cándidas palomas añade más belleza un negro cuervo de cuanto pueda hacerlo un blanco cisne», aseguraba un personaje del Decamerón. El feísmo del boom turístico, a cuyos balcones da la sensación de que van a asomarse los Alcántara, aumenta el placer de ascender por el casco antiguo, donde las macetas se visten de un mismo color por cada calle y hasta se ponen flamencas. Puede uno acallar el runrún de la rutina en la quietud de la plaza de San Francisco, solo interrumpida por las palomas que acompañan la memoria del padre Manuel, párroco durante cincuenta años en la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios; o visitar la Torre del Reloj, sitiada por formas nuevas, como esas historias de amor que se resisten al olvido, o callejear hasta la plaza de las Flores, donde acaso hay más arbustos, a cuya entrada unos versos de Rilke nos recuerdan que somos «siempre espectadores en todas partes». Es uno de los puntos de la ruta de la poesía, por la que hallarán a Machado, Szymborska, Víctor Hugo o Manuel Alcántara. A la literatura tampoco escapa la antigua casa de las Tejerinas, aquellas señoras centenarias, «feas y adorables por su simpatía», que solían invitar a merendar a Torrente Ballester.

«Mira la plaza ACB», señala un señor a su parienta, refiriéndose a la plaza ABC ¿Acaso no es el periodismo acertar el tiro? En la barriada Isabel Simón, el mural más grande de España se reparte en varias fachadas, en una de las cuales faena un pescador que bien pudiera ser un Bruce Willis anciano. Que yo sepa, el actor es de los pocos famosos que no tienen calle: Carmen Sevilla, Raphael, Rocío Jurado, Paul Naschy... ¡Hasta hay calle Montañez! A Estepona han ido a morir Alvin Lee y Gary Moore –quién sabe si será el verdadero cruce de caminos– y resucitó en un abrazo Melodie, la de Kimera, no la del gorila, cuyo secuestro es uno de mis primeros recuerdos del miedo.

En el puerto, armonía blanquiazul, todo es bullicio, como cuando en la playa de la Costalita se bañó la hija de Obama. Frente al casco urbano se extiende La Rada, donde se suceden incontables chiringuitos, en los que tiene una siempre la sensación de haber estado, pues en todos hay un guiri haciéndose foto con caña, que no es la del río Padrón, en el que unos pican y otros no, como los pimientos. De los «culitos mojaos», que no es indiscreción sino gentilicio, escribió Ted Walker en 1987: «Miran hacia el cielo, hacia las colinas, de donde viene su salvación en aviones desde Luton y Gatwick». Es, en cualquier caso, una salvación recíproca.