Éste era el nivel político de aquel tiempo ominoso
Hughes
Abc
Vi el documental sobre la vida de Carmen Díez de Rivera por trabajo, pero también por enterarme de cuál fue su papel en la Transición. A medida que se muere ese régimen van surgiendo mitos. La Transición es un poco como Woodstock. Y hay tantos “actores fundamentales” que uno pierde la cuenta.
Carmen Díez de Rivera era musa umbraliana, es decir, lejanísima ya, de un tiempo que por lo menos tenía musas. Ahora ya no hay. En este momento de cambio se echa de menos el elemento femenino muso. El PSOE pone al guapo, ¡pero la historia no la hacen los guapos! Yo estoy dispuesto a admitir a Amaia Montero tal y como la ha sacado el Cuore. Pero es que nada serio se puede hacer sin musas. Es necesario el elemento histórico-lúbrico.
Pero el documental pasó por lo importante de puntillas. Se centró más en el drama amoroso-familiar y en el diario de la protagonista, dramatizado como en una radionovela. De la política no hubo gran cosa. Lo de Suárez: “No quiero ni un papel en la mesa” y sobre todo eso que le dijo a Carrillo y que fue quizás el momento de mayor relevancia del personaje: “A ver cuándo nos tomamos un chinchón”. Esa frase llevaba dentro un caudal de cursilería tan potente que yo me estremecí. ¿Pero cómo se va a tomar un chinchón con ese señor calvo una señora con semejantes ojos? Las cosas no funcionan así, pero ahí estaba toda la urgente y frenética voluntad de concordia. Una concordia casi diría que brutal.
Era una frase inevitable por cuestión de cuna, reveladora de la cursilería eterna de la derecha española. Además, ¿por qué un chinchón precisamente? Ese chinchón era la reducción de la cuestión a algo alarmantemente hispánico. Una apelación popular, falsamente popular, fingidamente popular. Como si por decir “chinchón” fuera a aparecer un coro de verbena. La democracia.
A mí me sonó a cosa dicha por Suàrez. Esa seria dificultad, repito, tan cursilona, del que se dirigía por primera vez al pueblo, queriendo usar su lenguaje. Le dijo lo del chinchón, pero le pudo decir perfectamente “vamos a tomarnos unas mollejas”.
Yo no sé si ese fue el papel clave de D. Carmen, no se nos explicó otro, pero la Transición me parece un régimen con muchos episodios opacos, inexplicados, interbambalínicos, un régimen de mucha trastienda. Como dice un amigo: Todo metido debajo del felpudo… ¡de la Cantudo!
Otra musa.
El programa siguió por derroteros de gran cursilería. “El mar era su confidente”, como las del Instagram. Un exceso de cosas poco importantes. “Decía: Me molesta ese pino. O lo quitas o lo mato. ¡Qué contestataria era!”. Hombre, si lo hace otro le llaman pinicida. Me encantó cuando salió Catalina Garrigues con su marido lord. ¡Qué modelo perfecto de anciano! “Yo quiero ser ese viejo”, exclamé con brutalidad. Durante un rato aparecieron muchas mujeres. Rosa Conde, sus amigas, Montero… Estaba bien, porque parecía un involuntario estudio generacional de la mujer española. Pero luego surgió, por desgracia, sombrío, pesadísimo, el inevitable varón. Guerra, Cebrián, el biógrafo de Serrano Súñer, que al conocer su muerte parece que sólo acertó a decir: “Pobre señora”. Pero el programa sí consiguió transmitir algo al espectador. Por la emoción con la que lloraban sus amigos al recordarla pensamos que fácilmente pudo ser una mujer a la altura de su misterio.
Carmen Díez de Rivera era musa umbraliana, es decir, lejanísima ya, de un tiempo que por lo menos tenía musas. Ahora ya no hay. En este momento de cambio se echa de menos el elemento femenino muso. El PSOE pone al guapo, ¡pero la historia no la hacen los guapos! Yo estoy dispuesto a admitir a Amaia Montero tal y como la ha sacado el Cuore. Pero es que nada serio se puede hacer sin musas. Es necesario el elemento histórico-lúbrico.
Pero el documental pasó por lo importante de puntillas. Se centró más en el drama amoroso-familiar y en el diario de la protagonista, dramatizado como en una radionovela. De la política no hubo gran cosa. Lo de Suárez: “No quiero ni un papel en la mesa” y sobre todo eso que le dijo a Carrillo y que fue quizás el momento de mayor relevancia del personaje: “A ver cuándo nos tomamos un chinchón”. Esa frase llevaba dentro un caudal de cursilería tan potente que yo me estremecí. ¿Pero cómo se va a tomar un chinchón con ese señor calvo una señora con semejantes ojos? Las cosas no funcionan así, pero ahí estaba toda la urgente y frenética voluntad de concordia. Una concordia casi diría que brutal.
Era una frase inevitable por cuestión de cuna, reveladora de la cursilería eterna de la derecha española. Además, ¿por qué un chinchón precisamente? Ese chinchón era la reducción de la cuestión a algo alarmantemente hispánico. Una apelación popular, falsamente popular, fingidamente popular. Como si por decir “chinchón” fuera a aparecer un coro de verbena. La democracia.
A mí me sonó a cosa dicha por Suàrez. Esa seria dificultad, repito, tan cursilona, del que se dirigía por primera vez al pueblo, queriendo usar su lenguaje. Le dijo lo del chinchón, pero le pudo decir perfectamente “vamos a tomarnos unas mollejas”.
Yo no sé si ese fue el papel clave de D. Carmen, no se nos explicó otro, pero la Transición me parece un régimen con muchos episodios opacos, inexplicados, interbambalínicos, un régimen de mucha trastienda. Como dice un amigo: Todo metido debajo del felpudo… ¡de la Cantudo!
Otra musa.
El programa siguió por derroteros de gran cursilería. “El mar era su confidente”, como las del Instagram. Un exceso de cosas poco importantes. “Decía: Me molesta ese pino. O lo quitas o lo mato. ¡Qué contestataria era!”. Hombre, si lo hace otro le llaman pinicida. Me encantó cuando salió Catalina Garrigues con su marido lord. ¡Qué modelo perfecto de anciano! “Yo quiero ser ese viejo”, exclamé con brutalidad. Durante un rato aparecieron muchas mujeres. Rosa Conde, sus amigas, Montero… Estaba bien, porque parecía un involuntario estudio generacional de la mujer española. Pero luego surgió, por desgracia, sombrío, pesadísimo, el inevitable varón. Guerra, Cebrián, el biógrafo de Serrano Súñer, que al conocer su muerte parece que sólo acertó a decir: “Pobre señora”. Pero el programa sí consiguió transmitir algo al espectador. Por la emoción con la que lloraban sus amigos al recordarla pensamos que fácilmente pudo ser una mujer a la altura de su misterio.