Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Soy de la generación sin mando a distancia (lo tuvieron nuestros padres hasta que nos lo quitaron nuestros hijos), pero sé que Suárez fue el primer líder televisual (había sido director de la cosa) de España.
Suárez llegó al Gobierno cuando uno llegaba a la Facultad de Periodismo, donde nadie era suarista, porque allí todo el mundo torcía por Carrillo, el timonel que proponía como rumbo la Rumanía de Ceaucescu, donde veraneaban los delegados de clase, que eran (¡siempre!) los del Partido.
–Desengáñate, Santiago –dicen que dijo Suárez–: en España sólo hay dos políticos, tú y yo.
Y, de golpe y porrillo, juntos, en plena procesión de Semana Santa, hicieron mangas y capirotes y legalizaron al Partido Comunista de España.
Un día fui de estudiante a entrevistar a Giménez Caballero en su casa de El Viso, y el hombre se pasó la tarde haciéndome ver con grandes y divertidísimos aspavientos que Suárez era Don Quijote contra los molinos.
Suárez no tenía partido, pero, según Felipe Mellizo, que era un periodista muy feo con cara de lechuza de Minerva, estaba sobrado de “skill”, que es como los ingleses llaman a la maña para sacar partido de las fuerzas en colisión, o sea, los franquistas y los comunistas, porque el socialismo de Gonzalón no era más que la sopa boba de la franquicia de Willy Brandt, con Guerra en la cola del convento poniendo motes.
“Tahúr del Misisipí”, llamó a Suárez, dueño del suarismo, es decir, del centro, un lugar privado de trascendencia al que aspiraban todos los españoles que huían de los extremos.
Suárez no tenía partido, pero, según Felipe Mellizo, que era un periodista muy feo con cara de lechuza de Minerva, estaba sobrado de “skill”, que es como los ingleses llaman a la maña para sacar partido de las fuerzas en colisión, o sea, los franquistas y los comunistas, porque el socialismo de Gonzalón no era más que la sopa boba de la franquicia de Willy Brandt, con Guerra en la cola del convento poniendo motes.
“Tahúr del Misisipí”, llamó a Suárez, dueño del suarismo, es decir, del centro, un lugar privado de trascendencia al que aspiraban todos los españoles que huían de los extremos.
Una noche Suárez se fue como había venido, sin que supiéramos por qué, y de él nos quedó su póster de Gary Cooper pasado por Ermenegildo Zegna ante los tricornios del 23-F en el Congreso.
Aquellos días (“In diebus illis”, sería la fórmula evangélica del suarismo) cargarían su imaginación, que es la nuestra, para viajar (extraviarse) en el Tiempo.
Y como seguramente sabía lo que había de ocurrir mañana, no le importó morirse hoy.