Alberto Salcedo Ramos
En Cartagena, Bernardo Caraballo no solo fue en su momento el boxeador más renombrado: también fue el más narcisista, el más ególatra, el de las vestimentas más estrafalarias. Subía al ring enfundado en una bata de piel de tigre, y además usaba una boa enrollada en el cuello. Su atuendo estaba coronado por una boina vasca, encima de la cual había un sapo vivo.
En el ring le ofrecía la mandíbula al contendor, y cuando éste lanzaba el puñetazo se agachaba. Caraballo era un bocón ante el cual no cabían los términos medios: se le amaba o se le odiaba. Quienes lo amaban elogiaban sus saltos de bailarín, sus desplantes. Quienes lo detestaban decían que era un payaso.
Esa polarización resultaba muy taquillera: los cartageneros iban en masa a sus combates, unos para presenciar sus trucos de mago y los otros con la esperanza de verlo boqueando en la lona.
El otro protagonista de esta historia, Antonio "Mochila" Herrera, era un boxeador corajudo, ortodoxo. Apenas sonaba el campanazo se abalanzaba contra su rival, sin tomarse el clásico minuto de estudio. También recibía mucho castigo porque se exponía demasiado. Su manera de arriesgar la vida en cada golpe también resultaba muy taquillera.
Cuando Caraballo empezó a boxear abandonó su oficio inicial de lustrabotas. "Mochila", en cambio, jamás se apartó de la albañilería. He allí otra razón para que al primero se le considerara soberbio y al segundo, humilde.
Por lo que encarnaban como boxeadores y como personas, Bernardo Caraballo y "Mochila" Herrera eran antagonistas naturales. Tarde o temprano tendrían que enfrentarse. Además, los aficionados cartageneros habían ido creando entre ambos una atmósfera hostil cuyo destino inevitable era el ring.
La pelea fue pactada para el 11 de febrero de 1968. Contra todos los pronósticos, Caraballo, que no era precisamente un noqueador, ganó en el cuarto round.
Unos días antes Caraballo había decidido invertir los cincuenta mil pesos que le pagarían por el combate en la ampliación de su casa. A la mañana siguiente, cuando le entregaron el dinero, fue a buscar al albañil de la obra: el mismísimo "Mochila" Herrera. Lo encontró con la cara llena de moretones.
Un tiempo después los dos protagonistas de la historia decidieron que les faltaba un rito para sellar su amistad. Entonces Caraballo se convirtió en padrino de uno de los hijos de "Mochila".
Aquel fue un momento sublime en el boxeo: dos rivales comprendieron que aunque el uno se comportara como acróbata y el otro como domador de fieras, eran miembros del mismo circo: no se habían peleado por enemigos, sino por hermanos. A fin de cuentas tenían mucho en común. Por ejemplo, su analfabetismo.
Caraballo –siempre tan fanfarrón –fingía ante los empresarios que revisaba sus contratos, y después se los llevaba a Zunilda, su mujer, para que ella los firmara. "Mochila" admitía que no sabía leer.
Otro factor común: ninguno de los dos pudo ser campeón mundial.
Por eso, vista ahora en perspectiva, la amistad de los dos fue más grande que todos los trofeos del mundo.
En el ring le ofrecía la mandíbula al contendor, y cuando éste lanzaba el puñetazo se agachaba. Caraballo era un bocón ante el cual no cabían los términos medios: se le amaba o se le odiaba. Quienes lo amaban elogiaban sus saltos de bailarín, sus desplantes. Quienes lo detestaban decían que era un payaso.
Esa polarización resultaba muy taquillera: los cartageneros iban en masa a sus combates, unos para presenciar sus trucos de mago y los otros con la esperanza de verlo boqueando en la lona.
El otro protagonista de esta historia, Antonio "Mochila" Herrera, era un boxeador corajudo, ortodoxo. Apenas sonaba el campanazo se abalanzaba contra su rival, sin tomarse el clásico minuto de estudio. También recibía mucho castigo porque se exponía demasiado. Su manera de arriesgar la vida en cada golpe también resultaba muy taquillera.
Cuando Caraballo empezó a boxear abandonó su oficio inicial de lustrabotas. "Mochila", en cambio, jamás se apartó de la albañilería. He allí otra razón para que al primero se le considerara soberbio y al segundo, humilde.
Por lo que encarnaban como boxeadores y como personas, Bernardo Caraballo y "Mochila" Herrera eran antagonistas naturales. Tarde o temprano tendrían que enfrentarse. Además, los aficionados cartageneros habían ido creando entre ambos una atmósfera hostil cuyo destino inevitable era el ring.
La pelea fue pactada para el 11 de febrero de 1968. Contra todos los pronósticos, Caraballo, que no era precisamente un noqueador, ganó en el cuarto round.
Unos días antes Caraballo había decidido invertir los cincuenta mil pesos que le pagarían por el combate en la ampliación de su casa. A la mañana siguiente, cuando le entregaron el dinero, fue a buscar al albañil de la obra: el mismísimo "Mochila" Herrera. Lo encontró con la cara llena de moretones.
Un tiempo después los dos protagonistas de la historia decidieron que les faltaba un rito para sellar su amistad. Entonces Caraballo se convirtió en padrino de uno de los hijos de "Mochila".
Aquel fue un momento sublime en el boxeo: dos rivales comprendieron que aunque el uno se comportara como acróbata y el otro como domador de fieras, eran miembros del mismo circo: no se habían peleado por enemigos, sino por hermanos. A fin de cuentas tenían mucho en común. Por ejemplo, su analfabetismo.
Caraballo –siempre tan fanfarrón –fingía ante los empresarios que revisaba sus contratos, y después se los llevaba a Zunilda, su mujer, para que ella los firmara. "Mochila" admitía que no sabía leer.
Otro factor común: ninguno de los dos pudo ser campeón mundial.
Por eso, vista ahora en perspectiva, la amistad de los dos fue más grande que todos los trofeos del mundo.
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