Poincaré
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Reconforta enterarse de que Bale hubiera venido a Madrid por un centavo y de que en agosto hemos sacado a treinta y una almas del purgatorio de los seis millones de parados.
Estamos donde nos dejó Poincaré, el simpático polímata francés: si el mundo y todo lo que hay en él se agrandase (o se encogiese) una noche en la misma proporción, no lo advertiría nadie.
La crisis, pues, no sería sino Poincaré (o Montoro, su vicario) jugando a los dados.
Lopera lleva razón cuando dice (se lo decía a un inquilino suyo que se quejaba de la renta del restaurante porque en Sevilla no salía nadie de noche) que si la gente no sale a cenar no es por la crisis, sino porque no tiene de qué hablar.
Yo, que soy de oír, pero sin escuchar, a cenar voy a un chino de mi barrio (el único que conozco) frecuentado por chinos que discuten en mandarín mientras hago mi comida sobre mi mesa y en mi propio wok: sin niños, sin camareros, sin tertulianos (hay TV, pero sintonizada en un canal chino). No creo capaz a Adriá de preparar una oreja de cerdo o unas patas de pollo como los de este establecimiento donde me siento, por las leyes de Poincaré, un pekinés más.
Pero si a la hora de cenar, en vez de sentirme pekinés, lo que me gustara fuera sentirme grande, en vez de al chino para chinos de mi barrio iría a Gibraltar, como Garzón, cuyo ego, por las leyes de Poincaré, luce allí a la altura del Peñón, adornadito de monos.
En Panamá los turistas oyen desde los hoteles el griterío de los monos al amanecer: Dios les prometió hacerlos hombres cuando saliera el sol, y cada mañana los monos lloran su ilusión defraudada.
En Gibraltar la promesa debió de ser hacerlos españoles, “una falta de respeto al mundo”, que diría el Tata Martino, para quien los 45 millones de Bale (95 menos los 50 de Özil) son moralmente más repugnantes que los 55 (57 menos los 2 de Villa) de Neymar.
–Deus escreve certo por linhas tortas.
Poincaré pasado por Paulo Coelho.