A falta de otra cosa, cada vez se va abriendo paso con más fuerza la moda de los indultos. Ya no hay pedanía que se quede sin ese generoso acto de clemencia de los públicos, ese elevar el pulgar para otorgar la vida a un pobre bicho, y de paso para tener algo que contar a la salida de los toros, espectáculo en el que cada vez pasan menos cosas.
El indulto es la negación de la tauromaquia, cuyo fin es ahormar al animal y prepararle para la suerte suprema, que es la muerte. El tercer tercio, al que algunos listos ahora quieren llamar ‘tercio de muleta’, para confundir, es el de muerte, porque el fin de la corrida es la muerte: o de los astados que intervienen en ella, o muy de tarde en tarde de los humanos, o, prácticamente nunca, de los pencos.
La falacia ésa de que el toro vuelve a la ganadería, que es la mitología Disney línea Ferdinando, no hay quien se la trague. En algunos casos como el famoso Belador de Victorino, se sabe que volvió a Las Tiesas y que allí padreó, después de haber sido puesto a prueba y haberse comprobado la calidad de su simiente, pero lo normal es que el toro indultado no sirva para nada, porque una máquina de comer y de engordar que no sirve para padrear no la quiere nadie.
¿Alguien sabe qué fue del toro Comendador de Juampedro, del Lanero de Garcigrande, del Cafetero de Jandilla? ¿Alguien sabe cuántos hijos dieron esos toros a la cabaña brava o qué fue de ellos? ¿E Idílico, de Cuvillo? El señor de las adelfas, el padre genésico, murió de forma anónima y nunca esclarecida. De su óbito, a los pocos meses de su indulto, se tuvo noticia a raíz de las preguntas de un aficionado en un twiteo con el ganadero, que no tenía gran interés en declarar que Idílico no le servía de nada, como pasa con la mayoría de los toros indultados, que a la vuelta al campo son un estorbo, un bulto sospechoso y comilón que se ventila nueve kilos de pienso y dos de paja a cambio de nada y cuyo fin más prometedor es el matadero.
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El otro día en Baza tuvieron su momento de gloria indultera. Un novillote de Benjumea, la ganadería que Gallito mandó al matadero, tuvo el honor de mover a compasión a los espectadores que, de manera magnánima, demandaron su indulto. En este caso, a falta de un cabestraje eficiente o acaso porque no había tal, el procedimiento para sacar al infeliz del ruedo fue el de anestesiarle con un dardo, como hacía Daktari con los leones, y luego, una vez dormido, acomodarlo, siguiendo las instrucciones de Pirri, en la pala de una retropala, que lo sacó de la Plaza. He aquí las nuevas formas que va adquiriendo el espectáculo de los toros. A falta de casta, de bravura, de acometividad; a falta de empuje en el caballo, a falta de fiereza indómita, de vender cara su vida, de poner a las gentes el corazón en un puño, de que el momento en que el toro dobla suponga tanto alivio para su matador como para los espectadores, a falta de esa autenticidad de la lidia frente al toro íntegro y de poder, la triste y final mueca en que se va convirtiendo este espectáculo decadente se refugia en los avatares de la sedación del becerrote y de su carga y transporte, con cada uno de los espectadores dando su experta opinión de cómo se debería hacer la operación.
Hacia este circo vamos.