Hughes
«Entro en el cabaret por una síncopa y me arrullan palomas tartamudas»
Andaba yo con algo puesto de fondo en el dichoso Spotify, que ha matado el culto al disco, cuando unas notas llamaron mi atención. Eran las primeras del Bye bye, blackbird, la mil veces escuchada introducción al clásico, que yo prefería en versión de Miles y que ahora, de repente, estando yo muy poco in the mood, despertaban mi atención.
Las notas las daba un órgano Hammond y del disco yo solo sabía que estaba Sonny Stitt al aparato. Tiré la escoba (¡esa escoba de Gracito Morales!) y me paré a escucharlo con atención.
Había allí un diálogo interesante entre un saxofonista señero y un organista que yo notaba muy moderno.
¿Pero no era Jimmy Smith? Imposible di Francesco. Tampoco Earland. Conocida era la fase funkarra de Sonny, pero… ¿quién era el otro?
¿Quién era ese tipo que daba esas notas justas, acordes contemporáneos, que embellecían los solos de Sonny?
Modernizaba el sonido de Sonny Stitt y, a mi juicio, llevaba los temas a terrenos inusualmente inteligentes.
El fraseo de Stitt, perdóneme el purista, a veces resulta clasicote. Maravilloso en sonido, en espesura, pero tiene puntitos pre-bebop. Hay en lo que toca Stitt una tensión entre tradición y modernidad que me gusta y me mantiene en vilo. Por otra parte, sus discos funky generaban a veces un contraste aún mayor entre la acidez de la sección rítmica y el órgano y la nobleza narrativa del saxofonista. En Sonny Stitt hay algo que tienen muchos saxofonistas. Un algo de predicadores, una cierta severidad en el sonido, que se relaja, que se achulapa otras veces. Pero son músicos serios, llenos de maderas y oros y envergaduras.
Para mí, Sonny, al que adoro, fue siempre bebop con menos humor.
En Stitt el sonido es maravilloso, pero el lenguaje quizá está muy prefigurado. No quiero sonar como un hereje, aunque… sí, me voy a atrever: las notas de ese organista me resultaban más contemporáneas, más disfrutables que las del enorme Sonny Stitt.
En lo que yo escuchaba, el organista jugueteaba, lanzaba los solos, los embellecía, les daba marco y situación modernizándolos. Era un interesante diálogo que confirmaba las sospechas despertadas en esa primera introducción.
Ahí había un músico estupendo, que para colmo era organista. Un instrumento que no se caracterizaba por la originalidad de sus solistas.
¿Pero de quién se trataba?
Tuve que acercarme y consultarlo. Su nombre me sonaba, lo había escuchado alguna vez, pero nada suyo tenía en mi discoteca: Donald Patterson. Don Patterson.
(Nota: lo primero que se resiente de los cambios de domicilio y/o de pareja es la discoteca. El coleccionista pide a gritos hipoteca).
Andaba yo con algo puesto de fondo en el dichoso Spotify, que ha matado el culto al disco, cuando unas notas llamaron mi atención. Eran las primeras del Bye bye, blackbird, la mil veces escuchada introducción al clásico, que yo prefería en versión de Miles y que ahora, de repente, estando yo muy poco in the mood, despertaban mi atención.
Las notas las daba un órgano Hammond y del disco yo solo sabía que estaba Sonny Stitt al aparato. Tiré la escoba (¡esa escoba de Gracito Morales!) y me paré a escucharlo con atención.
Había allí un diálogo interesante entre un saxofonista señero y un organista que yo notaba muy moderno.
¿Pero no era Jimmy Smith? Imposible di Francesco. Tampoco Earland. Conocida era la fase funkarra de Sonny, pero… ¿quién era el otro?
¿Quién era ese tipo que daba esas notas justas, acordes contemporáneos, que embellecían los solos de Sonny?
Modernizaba el sonido de Sonny Stitt y, a mi juicio, llevaba los temas a terrenos inusualmente inteligentes.
El fraseo de Stitt, perdóneme el purista, a veces resulta clasicote. Maravilloso en sonido, en espesura, pero tiene puntitos pre-bebop. Hay en lo que toca Stitt una tensión entre tradición y modernidad que me gusta y me mantiene en vilo. Por otra parte, sus discos funky generaban a veces un contraste aún mayor entre la acidez de la sección rítmica y el órgano y la nobleza narrativa del saxofonista. En Sonny Stitt hay algo que tienen muchos saxofonistas. Un algo de predicadores, una cierta severidad en el sonido, que se relaja, que se achulapa otras veces. Pero son músicos serios, llenos de maderas y oros y envergaduras.
Para mí, Sonny, al que adoro, fue siempre bebop con menos humor.
En Stitt el sonido es maravilloso, pero el lenguaje quizá está muy prefigurado. No quiero sonar como un hereje, aunque… sí, me voy a atrever: las notas de ese organista me resultaban más contemporáneas, más disfrutables que las del enorme Sonny Stitt.
En lo que yo escuchaba, el organista jugueteaba, lanzaba los solos, los embellecía, les daba marco y situación modernizándolos. Era un interesante diálogo que confirmaba las sospechas despertadas en esa primera introducción.
Ahí había un músico estupendo, que para colmo era organista. Un instrumento que no se caracterizaba por la originalidad de sus solistas.
¿Pero de quién se trataba?
Tuve que acercarme y consultarlo. Su nombre me sonaba, lo había escuchado alguna vez, pero nada suyo tenía en mi discoteca: Donald Patterson. Don Patterson.
(Nota: lo primero que se resiente de los cambios de domicilio y/o de pareja es la discoteca. El coleccionista pide a gritos hipoteca).
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