A cabin in the woods
José Ramón Márquez
En el North Rim hay un hotel que se hizo a finales de los años 20, a instancias de la Union Pacific Railroad, en un sitio llamado Bright Angel Point, desde el que se domina la sima del Gran Cañón. No hay televisión, ni cobertura para los teléfonos móviles, ni acceso a Internet, ni falta que hace, que el silencio es de oro, como decía René Clair primero y luego los Tremeloes. Grillos por la noche y, a la madrugada, el picoteo de un pájaro carpintero, una experiencia realmente interesante para los que somos de Madrid y vivimos en la Ley de Propiedad Horizontal.
Luego, para poner el contrapunto, marchamos a Las Vegas. Desde que entramos por el noreste, por Mesquite, nada más cruzar la línea del Estado, ya hay casinos. Atravesamos, en esta pura sequedad de desierto, la línea que marca la reserva de los Paiute, que tienen establecido la Moapa Paiute Travel Plaza, donde ofrecen al viajero gasolina, alcohol, cohetes -qué afición la del americano por los cohetes-, toneladas de tabaco -puros y cigarrillos-, y casino, que consiste en unas cincuenta máquinas tragaperras al fondo del comercio en una habitación oscura, iluminada por los colorines de las máquinas, donde un hombre echa monedas ante la aburrida mirada de una mujer rubia.
Lo ideal es arribar a Las Vegas de noche e ir aproximándose a esa enorme luz en medio de la nada, pero esta vez llegamos sobre las cinco. En el hotel, la pregunta al recepcionista es obligada:
-¿Es cierto que Julio César vivió aquí?
Las Vegas es, cada vez más, la versión de Disneyland para adultos. Pensamos en las grandes planicies que dejamos atrás, en los habitantes de esas ciudades y pueblos del medio Oeste y en cómo este Las Vegas ofrece para todas aquellas personas el anonimato y la posibilidad de diversión entendida al modo anglosajón, que es la diversión basada en el trago, lejos de sus comunidades. Luego viene todo lo demás: desde los que reparten octavillas de las putas en la calle, que se ve que ya no dejan pegar los anuncios en las farolas, hasta los que se pegan el gustazo de ir bebiendo por la calle, práctica prohibidísima en el resto de la Unión. En los casinos, el olor del tabaco nos trae el recuerdo de cuando se fumaba en los bares, pero la verdad es que no hay tanto fumeteo. Grupos de jóvenes portando enormes recipientes llenos de mojito se ríen a carcajadas y hablan en alta voz; frente al Bellacio se fotografía una pareja de recién casados; un poco más allá el auténtico Elvis canta Are you lonesome tonight; en The Strip, de donde han desaparecido los neones y las viejas señales de bombillitas y en su lugar están las pantallas gigantes, pasan las limusinas cargadas de juergistas; los grandes hoteles, descomunales, tienen junto al inevitable casino auténticos shopping-malls, a los que dedican casi más espacio que al juego.
Las Vegas es un enorme parque temático señalado por toneladas de talento, talento de los arquitectos, de los decoradores, de los empresarios, de los cocineros, de los artistas, orientado a crear una ilusión en el viajero, que ilusión es lo que aquí se vende a gentes de todo el país y de todo el mundo.
En el MGM está anunciado para el 13 de septiembre el combate entre Mayweather y Canelo, entradas desde 995 dólares.
Luego, para poner el contrapunto, marchamos a Las Vegas. Desde que entramos por el noreste, por Mesquite, nada más cruzar la línea del Estado, ya hay casinos. Atravesamos, en esta pura sequedad de desierto, la línea que marca la reserva de los Paiute, que tienen establecido la Moapa Paiute Travel Plaza, donde ofrecen al viajero gasolina, alcohol, cohetes -qué afición la del americano por los cohetes-, toneladas de tabaco -puros y cigarrillos-, y casino, que consiste en unas cincuenta máquinas tragaperras al fondo del comercio en una habitación oscura, iluminada por los colorines de las máquinas, donde un hombre echa monedas ante la aburrida mirada de una mujer rubia.
Lo ideal es arribar a Las Vegas de noche e ir aproximándose a esa enorme luz en medio de la nada, pero esta vez llegamos sobre las cinco. En el hotel, la pregunta al recepcionista es obligada:
-¿Es cierto que Julio César vivió aquí?
Las Vegas es, cada vez más, la versión de Disneyland para adultos. Pensamos en las grandes planicies que dejamos atrás, en los habitantes de esas ciudades y pueblos del medio Oeste y en cómo este Las Vegas ofrece para todas aquellas personas el anonimato y la posibilidad de diversión entendida al modo anglosajón, que es la diversión basada en el trago, lejos de sus comunidades. Luego viene todo lo demás: desde los que reparten octavillas de las putas en la calle, que se ve que ya no dejan pegar los anuncios en las farolas, hasta los que se pegan el gustazo de ir bebiendo por la calle, práctica prohibidísima en el resto de la Unión. En los casinos, el olor del tabaco nos trae el recuerdo de cuando se fumaba en los bares, pero la verdad es que no hay tanto fumeteo. Grupos de jóvenes portando enormes recipientes llenos de mojito se ríen a carcajadas y hablan en alta voz; frente al Bellacio se fotografía una pareja de recién casados; un poco más allá el auténtico Elvis canta Are you lonesome tonight; en The Strip, de donde han desaparecido los neones y las viejas señales de bombillitas y en su lugar están las pantallas gigantes, pasan las limusinas cargadas de juergistas; los grandes hoteles, descomunales, tienen junto al inevitable casino auténticos shopping-malls, a los que dedican casi más espacio que al juego.
Las Vegas es un enorme parque temático señalado por toneladas de talento, talento de los arquitectos, de los decoradores, de los empresarios, de los cocineros, de los artistas, orientado a crear una ilusión en el viajero, que ilusión es lo que aquí se vende a gentes de todo el país y de todo el mundo.
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