No es que uno se haga más comodón al cumplir años, es que lo de los aviones se ha convertido en algo desagradable, latoso y pelmazo. Se va uno a Barajas sin cinturón, para que no pite el sensible arco detector, con zapato bajo, para que no le obliguen a descalzarse, sin nada en los bolsillos más que la cartera, para no tener que usar esas bandejas roñosas con los colores de la bandera de Jamaica; pone uno todo de su parte para tratar de pasar desapercibido y, sin saber cómo, uno se encuentra con los brazos en cruz, las piernas entreabiertas y un atento guripa palpándole los contornos, mientras mantiene enfundadas sus manos en unos asépticos guantes de látex como los que usan los del SAMUR, que se agradecen sinceramente. Algo en mi persona excitó la sensibilidad del aparatejo y su inexorable aviso terminó en el consabido palpamiento, que no hay manera, por más empeño que se ponga en despojarse de cosas, de no acabar siendo señalado por un acusador pitido.
Y luego, la tediosa experiencia de meterse ocho horas y media en el aparato, que de eso lo peor con mucho es en lo que han ido quedando esos alimentos que dan para mantener entretenido al pasaje. Desde aquel famosísimo executive que dictaminó que la retirada de una sola aceituna en los menús de los vuelos de la TWA suponía un ahorro multimillonario para la compañía, se empezó una carrera de renuncias, de ascetismo, que en la actualidad lleva a que ya ni siquiera se formule aquella vieja cuestión para el viajero, amablemente planteada por la azafata: "Chicken or meat?" decían, y te daba la ilusión de que al menos te dejaban elegir un poco, pero ahora, sin preguntas, la cosa es meat o meat, como quien dice lentejas, que nadie te obliga ni a tomarlas ni a dejarlas en el plato, pero eso es lo que hay.
Y luego, de remate, después de tantas horas, la migra. Al parecer hay un delincuente al que no consiguen dar caza las autoridades federales que,¡maldita suerte!, tiene el mismo nombre que yo. Por esa causa, después de poner las huellas digitales de ambas manos, de ser fotografiado, una vez más, y de dar explicaciones sobre el viaje, hay que acompañar al Oficial de Emigración a una habitación donde los de la migra con sus medios proceden a demostrar que no hay vinculación alguna con el presunto delincuente que porta mi mismo nombre, y mientras se está a la espera del previsible visto bueno de la migra, uno se pone a pensar lo bueno que habría sido a estos efectos, que le hubiesen puesto en la pila Abundio, Argimiro o Timoteo. No se puede explicar a esos oficiales que uno viene de un país en el que asesinos convictos se pasean por las calles con total impunidad y chorizos de guante blanco se enseñorean de las tertulias, que por mucho que haya hecho ese incómodo sosias seguro que en delitos no gana a Bolinaga.
Luego, después del último trámite, llegamos al fin a la ciudad conducidos por un afroamericano (como aquí llaman a los negros) que se sacó el carnet de conducir en la consola del Grand Theft Auto. Batimos el récord mundial de velocidad en el trayecto de JFK a la 8ª Avenida a base de hacer la mayor parte del recorrido circulando a toda mecha por los arcenes abriéndose paso a base de bocinazos, para que luego digan.
Y luego, la tediosa experiencia de meterse ocho horas y media en el aparato, que de eso lo peor con mucho es en lo que han ido quedando esos alimentos que dan para mantener entretenido al pasaje. Desde aquel famosísimo executive que dictaminó que la retirada de una sola aceituna en los menús de los vuelos de la TWA suponía un ahorro multimillonario para la compañía, se empezó una carrera de renuncias, de ascetismo, que en la actualidad lleva a que ya ni siquiera se formule aquella vieja cuestión para el viajero, amablemente planteada por la azafata: "Chicken or meat?" decían, y te daba la ilusión de que al menos te dejaban elegir un poco, pero ahora, sin preguntas, la cosa es meat o meat, como quien dice lentejas, que nadie te obliga ni a tomarlas ni a dejarlas en el plato, pero eso es lo que hay.
Y luego, de remate, después de tantas horas, la migra. Al parecer hay un delincuente al que no consiguen dar caza las autoridades federales que,¡maldita suerte!, tiene el mismo nombre que yo. Por esa causa, después de poner las huellas digitales de ambas manos, de ser fotografiado, una vez más, y de dar explicaciones sobre el viaje, hay que acompañar al Oficial de Emigración a una habitación donde los de la migra con sus medios proceden a demostrar que no hay vinculación alguna con el presunto delincuente que porta mi mismo nombre, y mientras se está a la espera del previsible visto bueno de la migra, uno se pone a pensar lo bueno que habría sido a estos efectos, que le hubiesen puesto en la pila Abundio, Argimiro o Timoteo. No se puede explicar a esos oficiales que uno viene de un país en el que asesinos convictos se pasean por las calles con total impunidad y chorizos de guante blanco se enseñorean de las tertulias, que por mucho que haya hecho ese incómodo sosias seguro que en delitos no gana a Bolinaga.
Luego, después del último trámite, llegamos al fin a la ciudad conducidos por un afroamericano (como aquí llaman a los negros) que se sacó el carnet de conducir en la consola del Grand Theft Auto. Batimos el récord mundial de velocidad en el trayecto de JFK a la 8ª Avenida a base de hacer la mayor parte del recorrido circulando a toda mecha por los arcenes abriéndose paso a base de bocinazos, para que luego digan.