Sartre
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
La España de Mariano se parece un huevo a la que acostumbraba pintar el “Hermano Lobo” (“semanario de humor dentro de lo que cabe”) allá por el 73, cuando la otra crisis.
España, hoy, limita al Norte con la chupinera de Bilbao; al Sur, con el Picardo de Gibraltar; al Este, con el camisero del Barça (anda, que menuda “samarreta”, la “segona”); y al Oeste, con (digámoslo en voz baja) Mourinho.
¡Aquí quería yo veros, gallos del 98!
Aquí, con esta “ola de calor procedente de África” que da para asar una vaca, que diría la señora madre de Juan Lanzas, refundador del sindicalismo de clase, y sin otro refresco que lo que salpiquen los “chillidas” o bloques de hormigón que Picardo nos tire al mar.
Picardo viene de picardía, que tiene que ver con pícaro y con picar, y no precisamente piedra. Picar, morder: de aquí el mordelón mexicano.
–Si es pícaro el que pica, picotea, muerde, enardece, irrita, ¿qué es picardía? –pregunta Octavio Paz–. Por una parte, una acción de pícaro; por la otra, un chiste.
La historia de “La náusea”, que a mí me obligaron a leer los curas (y no me quejo, como hace Revilla, el de las anchovas, de los salesianos) es la historia de un tolai, Ronquentin, que tira guijarros al agua y dice bobadas que fascinaban a los “Erasmus” del 68:
–Ahora recuerdo mejor lo que sentí el otro día a la orilla del mar, cuando tenía el guijarro. Era una especie de repugnancia dulzona y procedía del guijarro…
Elena Valenciano, que tiene a Sartre por un Trueba con lecturas, cree que el Picardo de la Roca es un Ronquentin que nos arroja guijarros para ver si estamos ahí, que en eso consiste existir para un existencialista.
Pero existir, en Madrid, siempre fue otra cosa.
Existir, en Madrid, es hablar mal del Gobierno, y Maura, siendo su presidente, en los respiros de un debate salía a los pasillos del Congreso, cogía del brazo a un amigo y le decía chanceramente:
–¡Vamos a hablar mal del Gobierno!