Hughes
Las teles son mayormente laicas y algunas hasta balalaikas y hubo desigual cobertura del adiós papal. En TVE, Ana Blanco, que ya va llevando Pontífices a sus espaldas. Nieves Herrero, tan maternal ella, en La13. En Intereconomía compareció Ramoncín, que lo mismo te canta un rocanrol que te hace unas teologías. En el resto, poco; en Tele5, recuadrito mientras las mujeres iban y venían hablando de Ortega Cano. Y en La Sexta, claro, nada.
Y el caso es que como fenómeno televisivo fue fascinante. Una ceremonia al revés, como pasada desde el final hasta su principio. Acostumbrados a ver a un hombre entrar en una institución, su salida nos extraña. De la pompa a la soledad.
El helicóptero, con su torpe vuelo, recogía a Benedicto XVI y lo elevaba sobre la gran Basílica. Las hélices, que siempre tienen algo apocalíptico, se confundían con las campanas romanas y como si subiesen unas cenizas hasta la montaña, iba el Papa a través de un cielo extraño, naranja y añil, sereno y oclusivo. Inevitable pensar en su “eclipse de Dios”.
En CastelGandolfo, el Papa, con su dulzura de rara senectud (todos los viejos tienen algo iracundo que a él no se le ve, ¿será verdad que rezar se nota en la cara?), salió aún vigoroso a abrazar a los que acudieron a despedirle. ¿Quién nos abraza así? Los políticos, en campaña electoral, cuando abrazan acaban abrazándose a sí mismos.
Al Papa se le ve, su imagen tiene un efecto balsámico, pero se le escucha poco. Ratzinger habló mucho al no creyente, a la persuasión del racionalista. Abrir todo a Dios o a lo Trascendente. Como se abre la tarde, que a las ocho rasga cielos evangélicos. Fue imposible no asomarse entonces a la tele. Con algo del simbolismo emocionado de Semana Santa, a esa hora se cerraba la puerta. La Guardia Suiza marchaba. Dentro, una totalidad; afuera, soledad, pascaliano tumulto.
Y el caso es que como fenómeno televisivo fue fascinante. Una ceremonia al revés, como pasada desde el final hasta su principio. Acostumbrados a ver a un hombre entrar en una institución, su salida nos extraña. De la pompa a la soledad.
El helicóptero, con su torpe vuelo, recogía a Benedicto XVI y lo elevaba sobre la gran Basílica. Las hélices, que siempre tienen algo apocalíptico, se confundían con las campanas romanas y como si subiesen unas cenizas hasta la montaña, iba el Papa a través de un cielo extraño, naranja y añil, sereno y oclusivo. Inevitable pensar en su “eclipse de Dios”.
En CastelGandolfo, el Papa, con su dulzura de rara senectud (todos los viejos tienen algo iracundo que a él no se le ve, ¿será verdad que rezar se nota en la cara?), salió aún vigoroso a abrazar a los que acudieron a despedirle. ¿Quién nos abraza así? Los políticos, en campaña electoral, cuando abrazan acaban abrazándose a sí mismos.
Al Papa se le ve, su imagen tiene un efecto balsámico, pero se le escucha poco. Ratzinger habló mucho al no creyente, a la persuasión del racionalista. Abrir todo a Dios o a lo Trascendente. Como se abre la tarde, que a las ocho rasga cielos evangélicos. Fue imposible no asomarse entonces a la tele. Con algo del simbolismo emocionado de Semana Santa, a esa hora se cerraba la puerta. La Guardia Suiza marchaba. Dentro, una totalidad; afuera, soledad, pascaliano tumulto.