Desde la histórica altura
(Colección Look de Té)
Jorge Bustos
Aprendimos a quererte, / desde la histórica altura / donde el Sol de tu bravura / le puso cerco a la muerte. Hasta siempre, Comandante, le canta con Carlos Puebla el lacrimoso orfeón de orfandad bolivariana desde la tierra del petróleo ingente que sufragó la última gran novela de dictador, género que no cesa nunca en Suramérica. Hugo Chávez no era el golpista, el militar tronado, el presidente sospechosamente electo, el logomáquico gorila acallado por el rey de su ex colonia: qué prosaísmo el del periodismo que lo juzgará con tal inobjetable exactitud, ciertamente. Uno, no siendo víctima suya, lo circunscribió a las tablas de la ficción que interpretó toda su vida y no lo piensa bajar de ahí ahora que ha caído el telón tumefacto de su vida.
Hugo Chávez no era un hombre real, de carne y hueso. Por eso me indignó tanto aquella portada de El País: porque nos presentaba a un Chávez en exceso biológico, violentamente desmilitarizado por la enfermedad, humanizado por un tubo. Para mí Hugo Chávez era un personaje genial, era Tirano Banderas, el coronel que siempre tenía quien le escribiera, el supervillano remanente de la Guerra Fría, el chivo en su fiesta televisiva, la reencarnación épica de Jesús Gil, el prohombre de bronce que se arranca del tremendo caballo erigido en el parque y se pasea por una cumbre internacional como un presidente contemporáneo cualquiera, o que reserva toda una planta del Villa Magna como si las estatuas ecuestres necesitaran descansar.
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