El Cabrero
La corrupción ha generado una España posible, ideal, rupturista, del revés, fumada, lisérgica, como ese equipaje olímpico, que parece el resultado de frotarse los ojos y esperar lo que se ve con los ojos cerrados. El chándal de las chiribitas del surrealismo español
Hughes
Un alcalde gallego sembró su pueblo de tablaos. Había más que en Sevilla. La deshora gallega llena de zambras improbables. Al parecer, unos listos de allí aprovechaban que los tablaos pueden cerrar con horario de discoteca, porque el legislador aún respeta la juerga gitana y permite que chapen más tarde, para, según una sentencia judicial, “hacer la competencia desleal a las verdaderas discotecas”. Bares con licencia de tablaos, pero sin serlo porque -enorme simpleza administrativa- “no tenían tarima ni vestuario”. Y nada dice la sentencia del flamenco, ni de que allí no hubiera gitaneo alguno. ¿Serían tablaos si hubiera habido facas colgadas, ornato nazarí y una tarima?
¿Y si hubo un jumao que una sola vez se hubiera arrancado por peteneras? ¿Y si una gallega morena alguna vez movió los brazos faraónicamente? La soledad del flamenco, del flamenco fantasmal gallego, se ha despechado como corrupción, cuando si el tablao galaico dejó de ser tablao fue porque los gallegos no quisieron.
-Yo me tomo dos cervezas y me arranco por El Cabrero.
Pero si no te arrancas, el local con licencia de tablao será siempre un triste bar. El alcalde gallego hizo todo porque Galicia fuera cuna flamenca, juerga con duende, girón de brazos (¡Alcalde bibianesco y flamencólogo buscando lo gallego moro!) ¿No salimos por las noches a lugares que deberían tener su reverso de tablaos hirvientes de lutos ávidos, cobres viciosos y gitanas ciclones? Salir y que sola se fuera organizando la jarana del trasnoche, con morapio y guitarras y cuadro flamenco y que entonces el regente del local, previsor, pudiera exhibir su licencia de tablao, la gran licencia juerguista.
Pero se despacha con que no eran tablaos ni podían serlo jamás porque no tenían tarima. No, Señor juez, no eran tablaos porque allí no se arrancó nadie por bulerías, ni por sevillanas, ni zapateó nada.
Pero incluso si eso hubiera sido corrupción, qué maravillosa idea. En la corrupción verdadera, la que aspira a durar, siempre hay un pacto con la sociedad, con la realidad, sellado a través de la tapadera. La corrupción es la trastienda de algún negocio visible y esos negocios son una España ideal, como la España ilusoria que se proyectó cuando hubo dinero.
La corrupción ha generado una España posible, ideal, rupturista, del revés, fumada, lisérgica, como ese equipaje olímpico, que parece el resultado de frotarse los ojos y esperar lo que se ve con los ojos cerrados. El chándal de las chiribitas del surrealismo español.
En un país sin demasiado talento empresarial, no estamos para despreciar las iniciativas soñadoras de los corruptos. Las tapaderas de las corrupciones ¿Acaso no compra el dinero negro el sueño de las loterías? A veces, la corrupción es una variante del genio emprendedor, que en España coge extraños caminos. En las tapaderas hay mucha emprendeduría y en la corrupción ambiciosa la proposición, el sostenimiento falaz de algún negocio, alguna ocupación. Tan cerca de resultar o de no hacerlo como las otras.
En La Gaceta
¿Y si hubo un jumao que una sola vez se hubiera arrancado por peteneras? ¿Y si una gallega morena alguna vez movió los brazos faraónicamente? La soledad del flamenco, del flamenco fantasmal gallego, se ha despechado como corrupción, cuando si el tablao galaico dejó de ser tablao fue porque los gallegos no quisieron.
-Yo me tomo dos cervezas y me arranco por El Cabrero.
Pero si no te arrancas, el local con licencia de tablao será siempre un triste bar. El alcalde gallego hizo todo porque Galicia fuera cuna flamenca, juerga con duende, girón de brazos (¡Alcalde bibianesco y flamencólogo buscando lo gallego moro!) ¿No salimos por las noches a lugares que deberían tener su reverso de tablaos hirvientes de lutos ávidos, cobres viciosos y gitanas ciclones? Salir y que sola se fuera organizando la jarana del trasnoche, con morapio y guitarras y cuadro flamenco y que entonces el regente del local, previsor, pudiera exhibir su licencia de tablao, la gran licencia juerguista.
Pero se despacha con que no eran tablaos ni podían serlo jamás porque no tenían tarima. No, Señor juez, no eran tablaos porque allí no se arrancó nadie por bulerías, ni por sevillanas, ni zapateó nada.
Pero incluso si eso hubiera sido corrupción, qué maravillosa idea. En la corrupción verdadera, la que aspira a durar, siempre hay un pacto con la sociedad, con la realidad, sellado a través de la tapadera. La corrupción es la trastienda de algún negocio visible y esos negocios son una España ideal, como la España ilusoria que se proyectó cuando hubo dinero.
La corrupción ha generado una España posible, ideal, rupturista, del revés, fumada, lisérgica, como ese equipaje olímpico, que parece el resultado de frotarse los ojos y esperar lo que se ve con los ojos cerrados. El chándal de las chiribitas del surrealismo español.
En un país sin demasiado talento empresarial, no estamos para despreciar las iniciativas soñadoras de los corruptos. Las tapaderas de las corrupciones ¿Acaso no compra el dinero negro el sueño de las loterías? A veces, la corrupción es una variante del genio emprendedor, que en España coge extraños caminos. En las tapaderas hay mucha emprendeduría y en la corrupción ambiciosa la proposición, el sostenimiento falaz de algún negocio, alguna ocupación. Tan cerca de resultar o de no hacerlo como las otras.
En La Gaceta