miércoles, 4 de julio de 2012

Larga vida al rock



Jorge Bustos

La señorita Rihanna ha suspendido un concierto en Madrid porque se le ha muerto la abuela. Algunos periódicos van más allá y señalan que Rihanna estaría “destrozada” por la pérdida. Es una de esas noticias que lo dejan a uno pensativo y que, en connivencia con la piratería, empiezan a poner imposible eso que los psiquiatras tienen catalogado como fenómeno fan. Yo no sé si Elvis suspendió alguna actuación por la muerte de un ser querido, pero del Rey me espero que anule un concierto como mucho debido a su propia muerte, como han tenido la decencia de hacer últimamente Michael Jackson y Amy Winehouse. A Rihanna tampoco le estamos pidiendo que se esnife las cenizas de su abuela, entretenimiento reservado a Keith Richards y a su padre, porque para eso hay que ser un rockero astroso y celestial, no una diva del pop por ordenador.

A uno lo que le gusta es el rock. Pero no el rock de vanguardia ni el sinfónico ni el demasiado metálico ni aquel con pretensiones intelectuales. Como cantaba Rosendo, si el rock and roll es un arte, qué desilusión. Nos sigue pudiendo el rock calimochero, señores, qué se le va a hacer. Y la música es casi el único ámbito en que mis preferencias no han sufrido evolución alguna. Así que uno escucha básicamente las mismas 200 o 300 canciones desde hace 10 años. Confieso una hemiplejia sonora de carácter crónico, una limitación rocosa e infranqueable que sólo cede en bodas y discotecas de torcida intención. Los navarros Marea, oriundos de Berriozar, se cuentan entre mis favoritos. El sábado pasado tocaban en Burgos y acudimos unos amigos a verlos, sin sospechar que se alojarían no sólo en nuestro hotel, sino en la habitación de al lado. Sobre ninguno de mis amigos ejerce especial prevalencia el fenómeno fan, pero el domingo casi formábamos parte de la banda.

Burgos ofrece por San Pedro unas fiestas considerablemente cívicas donde las peñas desfilan con vehículos destartalados al son de la charanga y los abuelos petan las plazas sin ninguna consideración hacia la gente joven, que debe refugiarse en los bares del centro, donde pueden hallarse mozas de muslamen fabril y confitero, tan deliciosamente horneado como los que bajan sometiéndonos por la calle de Serrano. Ya se sabe que Burgos es de derechas, y la derecha siempre ha dado buenas piernas. Nada que ver, por cierto, con el propósito bizarro –la cargada atmósfera de bafle y testosterona, de tatuaje y lamparón– que guiaba nuestro viaje y cuyo disfrute periódico tanto desahoga en las recesiones. Se trataba de un finde rockero y se debatió incluso la ortodoxia de traer mudas.

¡Mira que si nos cruzamos con el Kutxi! —bromeábamos la víspera del concierto de regreso al hotel.

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