Jorge Bustos
La señorita Rihanna ha suspendido un concierto en
Madrid porque se le ha muerto la abuela. Algunos periódicos van más allá
y señalan que Rihanna estaría “destrozada” por la pérdida. Es una de
esas noticias que lo dejan a uno pensativo y que, en connivencia con la
piratería, empiezan a poner imposible eso que los psiquiatras tienen
catalogado como fenómeno fan. Yo no sé si Elvis suspendió
alguna actuación por la muerte de un ser querido, pero del Rey me
espero que anule un concierto como mucho debido a su propia muerte, como
han tenido la decencia de hacer últimamente Michael Jackson y Amy Winehouse. A Rihanna tampoco le estamos pidiendo que se esnife las cenizas de su abuela, entretenimiento reservado a Keith Richards y a su padre, porque para eso hay que ser un rockero astroso y celestial, no una diva del pop por ordenador.
A uno lo que le gusta es el rock. Pero no el rock de vanguardia ni
el sinfónico ni el demasiado metálico ni aquel con pretensiones
intelectuales. Como cantaba Rosendo, si el rock and
roll es un arte, qué desilusión. Nos sigue pudiendo el rock calimochero,
señores, qué se le va a hacer. Y la música es casi el único ámbito en
que mis preferencias no han sufrido evolución alguna. Así que uno
escucha básicamente las mismas 200 o 300 canciones desde hace 10 años.
Confieso una hemiplejia sonora de carácter crónico, una limitación
rocosa e infranqueable que sólo cede en bodas y discotecas de torcida
intención. Los navarros Marea, oriundos de Berriozar, se cuentan entre
mis favoritos. El sábado pasado tocaban en Burgos y acudimos unos amigos
a verlos, sin sospechar que se alojarían no sólo en nuestro hotel, sino
en la habitación de al lado. Sobre ninguno de mis amigos ejerce
especial prevalencia el fenómeno fan, pero el domingo casi formábamos
parte de la banda.
Burgos ofrece por San Pedro unas fiestas considerablemente cívicas
donde las peñas desfilan con vehículos destartalados al son de la
charanga y los abuelos petan las plazas sin ninguna consideración hacia
la gente joven, que debe refugiarse en los bares del centro, donde
pueden hallarse mozas de muslamen fabril y confitero, tan deliciosamente
horneado como los que bajan sometiéndonos por la calle de Serrano. Ya
se sabe que Burgos es de derechas, y la derecha siempre ha dado buenas
piernas. Nada que ver, por cierto, con el propósito bizarro –la cargada
atmósfera de bafle y testosterona, de tatuaje y lamparón– que guiaba
nuestro viaje y cuyo disfrute periódico tanto desahoga en las
recesiones. Se trataba de un finde rockero y se debatió incluso la
ortodoxia de traer mudas.
—¡Mira que si nos cruzamos con el Kutxi! —bromeábamos la víspera del concierto de regreso al hotel.
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