Sara se ha ido con Íker y su Fundación a hacer solidaridad en verano -esas
paradas solidarias de Íker, al que le chutan de buenas y él se tira a
parar, mascotizándose-, mientras Pedrito y otras criaturas de La Masía jugaban con los delfines, asexuados y tiquitaquescos
Hughes
Olimpismo es el encendido del pebetero, el eternizante estribillo del Hey Jude sostenido ecuménicamente (Rosendo dice que a veces es difícil llegar a un estribillo, pero en ocasiones, como con esta canción, lo difícil es salir) y olimpismo es que Michael Phelps eche de las portadas a Bustamante, que se bajó del andamio para cantar y parece que se hubiera vuelto a subir para trabajarse un cuerpo de Hércules ibérico con el que llevar al límite el cuerpo del español bajito. Él le roba un poco la luz a Paula Echeverría, que sin embargo ha extendido su biotipo a la mujer española media, que hasta parece que la Campanario se le va pareciendo. Los Bustamante han exhibido una felicidad playera este verano, pues también eso es el verano, la impudicia de la felicidad, incluso de la felicidad gordezuela y rubia, de gineceo, de las Goyanes. La felicidad goyanesca a la que aspira realmente la mujer.
En el verano bogan infinitos barcos las aguas de Ibiza y el sol rompe todos los blancos. Allí, eslora rima con Fedora, tocado de chiringuito (¿No sería hermosa una tragedia chic titulada así, Fedora?). En el verano, a España la recorren infinitas niñas de Serrano, las que ve salir Ruiz Quintano en primavera, luciendo su outfit sobre piernas juncales mientras los hombres las piensan como Sergio Ramos, el pensieroso, pensaba a su novia sobre una piscina que parecía de David Hockney.
El autorretrato de Hockney lo calcó Íker Casillas, con esa autofoto a los pies -las mujeres las hacen también al muslamen descendente- con paraiso al fondo, autorretrato hegemónico contemporáneo gracias al iphone. Íker pensaba contra el poniente y pensaban sus pies, con la elocuencia terrible y muda que tienen los pinreles, en los que parece que quieren hablar una comunidad de hombrecillos.
Íker se fue con Sara a las Islas Vírgenes y allí se empequeñeció y ella se agrandó aún más. Perfecta, boquiabierta, mohína, salía del agua color azul olímpico como una Brooke Shields, sin alcachofa, perfectísima, con claque de gaviotas peripuestas y así exhibía su felicidad, pero también su portento de carne tostada (¡brasa del verano, churrasco definitivo de la carne!) con el punteo mercurial de las gotas de agua, que la recorrían como un subtexto de cirujano plástico.
Sara, que se ha convertido en una nueva Carmen Sevilla, musa absurda, con derecho a la indulgencia tras el gazapo televisivo, se ha ido con Íker y su Fundación a hacer solidaridad en verano -esas paradas solidarias de Íker, al que le chutan de buenas y él se tira a parar, mascotizándose-, mientras Pedrito y otras criaturas de La Masía jugaban con los delfines, asexuados y tiquitaquescos.
Luego, en la soledad edénica de las islas Vírgenes, la pareja se ha puesto a jugar a las palas en la orilla, que es algo que hacen las parejas en verano y una metáfora del amor, un diálogo corto, interrumpido, imposible, porque siempre se le acaba cayendo a uno la pelotita. Amor es ese set cortísimo a las palas en la orilla abrumada de belleza del Caribe.
En el verano bogan infinitos barcos las aguas de Ibiza y el sol rompe todos los blancos. Allí, eslora rima con Fedora, tocado de chiringuito (¿No sería hermosa una tragedia chic titulada así, Fedora?). En el verano, a España la recorren infinitas niñas de Serrano, las que ve salir Ruiz Quintano en primavera, luciendo su outfit sobre piernas juncales mientras los hombres las piensan como Sergio Ramos, el pensieroso, pensaba a su novia sobre una piscina que parecía de David Hockney.
El autorretrato de Hockney lo calcó Íker Casillas, con esa autofoto a los pies -las mujeres las hacen también al muslamen descendente- con paraiso al fondo, autorretrato hegemónico contemporáneo gracias al iphone. Íker pensaba contra el poniente y pensaban sus pies, con la elocuencia terrible y muda que tienen los pinreles, en los que parece que quieren hablar una comunidad de hombrecillos.
Íker se fue con Sara a las Islas Vírgenes y allí se empequeñeció y ella se agrandó aún más. Perfecta, boquiabierta, mohína, salía del agua color azul olímpico como una Brooke Shields, sin alcachofa, perfectísima, con claque de gaviotas peripuestas y así exhibía su felicidad, pero también su portento de carne tostada (¡brasa del verano, churrasco definitivo de la carne!) con el punteo mercurial de las gotas de agua, que la recorrían como un subtexto de cirujano plástico.
Sara, que se ha convertido en una nueva Carmen Sevilla, musa absurda, con derecho a la indulgencia tras el gazapo televisivo, se ha ido con Íker y su Fundación a hacer solidaridad en verano -esas paradas solidarias de Íker, al que le chutan de buenas y él se tira a parar, mascotizándose-, mientras Pedrito y otras criaturas de La Masía jugaban con los delfines, asexuados y tiquitaquescos.
Luego, en la soledad edénica de las islas Vírgenes, la pareja se ha puesto a jugar a las palas en la orilla, que es algo que hacen las parejas en verano y una metáfora del amor, un diálogo corto, interrumpido, imposible, porque siempre se le acaba cayendo a uno la pelotita. Amor es ese set cortísimo a las palas en la orilla abrumada de belleza del Caribe.
En La Gaceta