Jorge Bustos
No iba a perderme la muestra de Edward Hopper en el Thyssen porque Hopper es
un pintor en cuyos cuadros todos hemos salido alguna vez, algunos más
que otros, y eso es lo malo, porque su tema es la soledad. Hopper es un
artista claro, de aprehensión inmediata y emociones democráticas y
diáfanas, lo cual disgusta mucho a los pedantes que preferirán el
aparatoso expresionismo de Bacon o el hermetismo telúrico de Tàpies,
o a cualquiera que les permita conferenciar sobre lo abstruso e izarse
olímpicamente por encima de la sensibilidad popular. Es cierto que la
masa se equivoca siempre y también que no falla jamás, pero todo es
cuestión de explicar tan bien las cosas, los objetos de nuestra atención
como lo hizo Hopper. A uno le gustó desde que vio sus famosos Noctámbulos, que campean –en copia, se entiende– sobre una de las paredes de mi leonera, entre Jim Morrison y Bernini.
Uno ha sido ese noctámbulo tantas veces, sin sombrero de momento, y
tantas sin rubia de rojo acodada a nuestro lado en la barra del bar,
lamentablemente.
—Siempre me ha intrigado una habitación vacía. En la escuela de arte
debatíamos sobre cuál sería el aspecto de una habitación cuando nadie
la veía ni nadie la miraba —confesó el pintor en su diario.
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