Rafael de Paula
Retrato de Alberto García-Alix para Gente y aparte, ABC
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
En la película que uno se había hecho de la vida de Rafael de Paula (con lo que uno pudo verle y con lo que Manuel Arroyo podía contarte) faltaba la toma tremenda, soberbia y final: ese Paula bíblico y patriarcal en la fiesta taurina de ABC en Sevilla, avanzando entre sombras de bohemia, como un Salieri o un Sawa, y sobre rodillas de alambre, con su vara de separar las aguas del mar Rojo (aquí yo y los demás allá), y del brazo de su hijo, un príncipe de Egipto, un Paula de juventud, garboso como el duende de Rafael Albaicín.
Así que, al final, de Paula veré la verónica: la más sentida que nunca se haya dado, y no transigiré con las “regañás” que ofrece uno de La Puebla.
En esta decadencia sin vuelta de la tauromaquia, la verónica gitana de Paula es como el caballo blanco de Santiago: un caballo blanco bajó en la batalla de Clavijo, y no transigimos, por consejo de Maeztu, ni con que fuera tordo el caballo.
Veré, pues, la verónica de Paula. Y su fantasía madrileña con “Corchero”, el sobrero de Benavides en el otoño del 87. Y su posado, entonces, para Alberto García-Álix con destino al “Gente y aparte” de ABC. Y, desde luego, ese porte matusalénico, hermoso como una página del Génesis, de anoche en los jardines de ABC, toda su vida en dos rodillas de alambre, temblando de frágil (la fragilidad es la fuerza del toreo paulino) a la vista de don Eduardo Miura y el conde de la Maza, cuyos nombres aterrorizan al moderno escalafón, y, sin embargo, ahí va Rafael de Paula, pasito a pasito, pisando la dudosa luz de las bombillas, hasta llegar a la mesa del Faraón de Camas, Curro Romero.