viernes, 1 de junio de 2012

Entrevista con Kant

Immanuel Kant

No le sentaba bien la peluca, y de vez en cuando su criado se la enderezaba. Tiene la nariz colorada y los dedos manchados de tabaco


Jorge Bustos

En la primavera de 1784, James Boswell, el gran periodista cultural de la Ilustración, polilla infatigable rondando candiles como Hume y Rousseau, se encontraba en Königsberg con el propósito de conocer personalmente a otro gran hombre de cuya sabiduría contagiarse: Immanuel Kant. Por entonces Boswell había fundado ya el género moderno de la biografía a lo largo de las 2.000 páginas y 50 años que ocupó su entrevista vitalicia con Samuel Johnson, “uno de los éxitos más notables de la historia de la civilización, logrado por un individuo que era un vago, un libidinoso, un borracho y un snob”, en palabras de Lytton Strachey. O sea, un periodista.

A este Juan Cruz ideal del Siglo de las Luces todo le salió mal en la vida. Quiso ser oficial de la guardia real, juez respetado, abogado de prestigio, buen marido y autor famoso, pero le faltaron disciplina, continencia, discreción y dinero para todo ello. Ni siquiera su monumento biográfico a Johnson le granjeó el respeto social, sino penosos litigios con las fuentes clamorosamente reveladas en el texto eterno. Hasta la familia se avergonzaba de él: cuenta Giralt Torrente que su bisnieta, cuando recibía invitados en la mansión familiar, adoptó la costumbre de animarles a tirar al blanco sobre el retrato del infame bisabuelo, hasta que quedó hecho trizas. Pero aquella incorregible, metódica traición del off the record, si no el reconocimiento siempre caprichoso de la contemporaneidad le valió la inmortalidad literaria, y cuando Rosa Belmonte me informó por Twitter de la caseta donde hallaría la escueta visita que Boswell le hizo al sabio de Königsberg, no tuve ningún reparo en pagar un euro por cada una de las diez octavillas en que consiste el librito.

“El señor Kant es de pequeña estatura, extremadamente flaco, y tiene un hombro más alto que otro. Tiene la frente alta y despejada, y los ojos azules, grandes, en los que asoma una mirada melancólica, aunque su porte es vivaz, tanto que en nada recuerda al de un pensativo y apesadumbrado metafísico. No le sentaba bien la peluca, y de vez en cuando su criado se la enderezaba. Tiene la nariz colorada y los dedos manchados de tabaco”. La audiencia la había conseguido Boswell por mediación de su amigo Adam Smith, el mismo que sonará a Toxo y Méndez por fundar el liberalismo económico. Smith conocía a Green, comerciante próspero e íntimo de Kant –al que llamaba Manny, como Toni Montana a su lugarteniente–, que era accionista de la sociedad mercantil Green, Motherby & Co., dedicada al comercio de maderas, frutas y especias. Green quedó con Boswell y le llevó a casa de Kant, con quien estaba concertada la cita a la una. La puntualidad del profesor era legendaria al punto de que los vecinos de Königsberg ajustaban los relojes cuando veían a Don Manuel emprender su paseo diario. Un día no salió, dicen que por estar absorto en la lectura del Emilio rousseauniano, y cundió el pánico por el pueblo. De chico había sido tan pobre que se pagó los estudios apostando al billar, juego en el que llegó a ser un virtuoso. Paul Newman interpretaba sin saberlo al príncipe de la inteligencia moderna en El buscavidas.

Kant se presentó ante Boswell 20 minutos antes de lo previsto, que es el colmo de la puntualidad alemana: adelantarse, como hoy se adelantan a rescatar a las naciones dizque insolventes. Empezaron el almuerzo-coloquio en latín, propusieron luego el francés y acabaron celebrándolo en alemán. Aquello sí era una tertulia, no lo de 59 segundos. Y Kant se puso a hablar:

No debe un hombre mimar a un niño chico. Hay en el mundo menos amor del que tienden los niños a suponer, y no es acertado que un hombre aumente la cuantía del engaño y la ilusión en que viven. Los mimos corrompen no sólo a los niños, me atrevo a aventurar que incluso a sus padres. La empalagosa simpatía y la compasión sensiblera son fastidiosas para los hombres que piensan como se ha de pensar. Cierto que quizá no deseemos ver a las mujeres del todo libres de esas blandas disposiciones...

Pero cuando Boswell, hambriento de aprendizaje como un pijo en un máster, quiso reconducir la charla a la refutación del escepticismo empirista de Hume, Kant protestó jovialmente:

Señor, la verdadera metafísica de la vida está en el buen comer y beber. Así que tengo por máxima no considerar temas especulativos mientras se almuerza.

Y llegó Green, de considerable estatura, y se llevó a Manny a dar su paseo, “como una gran gallina clueca con un polluelo muy pequeño”. Y cuando Boswell reparó en que acababa de comparar mentalmente al gran filósofo con una gallina, cuenta que ya le duró el buen humor el resto del día, como le pasa a uno cuando al fin apresa a cualquier milhombres en una metáfora irreverente.

Señor, la verdadera metafísica de la vida está en el buen comer y beber. Así que tengo por máxima no considerar temas especulativos mientras se almuerza