Abc
Se nos va el mes de mayo y no hemos visto una niña de Serrano.
Esto no es cosa del cambio climático, sino del disparate urbanístico.
Gallardón, culpable.
–Presidente, deme permiso y convierto esa maldita isla en un aparcamiento –dijo un día el general Haig, entonces secretario de Estado de Reagan, ante la enésima discusión sobre el problema de Cuba.
Los urbanistas de Gallardón convirtieron Serrano en un doble aparcamiento: abajo, para los autos, y arriba, para las bicis y las motos, verdaderos amos de la ciudad. El sueño de Giménez Caballero (que veía a los alemanes pedalear) hecho realidad.
Gallardón nos petó el anillo verde de símbolos masónicos, que a mí eso me da igual, y Serrano, de moteros y ciclistas de selvática mandrilidad que han espantado acaso para siempre a las proustianas niñas de Serrano.
La niña de Serrano, a la que tanto debe nuestro costumbrismo literario, era un soplo de hiriente castidad sobre la primavera madrileña, hecha de muslo griego (del muslo de Cristiano al muslo de Castella) y sangre de toro.
La niña de Serrano ha sido desplazada de la explanada cementera de Gallardón por la cani montesina y bronca que no se deja cortar las alas ni amedrentar por el bullicio y el aire a Jesús del Pozo de la Milla de Oro.
De Gallardón a Napoleón.