Abc
Ruano, que fue el grande funebrista de esta Casa y de todas las casas, nos enseñó cómo se muere uno un poco en cada amigo que nos deja.
Nos enseñó que la vida no es mucho más que eso: la fe de ella que dan quienes nos conocen. Y el día que nadie nos pudiera conocer seríamos como muertos sin enterrar.
–Vivimos en tanto que vivimos en alguien. La muerte es el desconocimiento, la indiferencia.
Por eso uno se niega a borrar los números de los amigos muertos. Después de todo, nuestra memoria entera está hoy en el “flash” de un móvil, y borrarlos sería como matarlos para toda la vida.
Anoche, por error, pulsé la tecla de un amigo que me falta, y a cada hora recibí luego, por tres veces (como los tres golpes que da la vara de San José en la puerta de los agonizantes), el mensaje absurdo del amor (quevediano) que se dice más allá de la muerte: “El número… sigue sin estar disponible”.
Sé de un grande caballero desaparecido en cuyo número contesta ahora una voz femenina con dejo de funcionaria de Abastos. Esta democratización telefónica es implacable y sobrecoge como el Destino.
¡Ay, el destino! Si Nietzsche cifraba su destino en estar atado a una rueda de problemas, nosotros hemos de cifrar el nuestro en estar atados a una rueda de números, y hasta puede que llegue el día en que la tecnología resuelva el conflicto entre éste y el otro mundo sustituyendo la “ouija” de vaso por la “ouija” de teléfono, para cuando vayamos quedándonos solos como en una selva en la que no dieran sombra los árboles.
La inmortalidad es memoria.
–Temblor de primavera ausente, en el invierno del recuerdo.