La nasa de Cocú
Jorge Bustos
Ámsterdam es la capital de Holanda, que es el país con el que perdimos
una guerra penosa pero al que ganamos también un jubiloso Mundial. Se la
conoce también con el nombre un tanto genérico pero exacto de Países
Bajos, y los llaman así porque allí el pavimento corre tan a ras de mar
que al final el agua ha acabado metiéndose por todas partes y obligado a
sus habitantes a urdir una dedálica geometría de ríos urbanos para
canalizarla. Del fondo legamoso y turbio de los canales suelen rescatar
los gendarmes todas las mañanas un número constante de borrachos o de
fumetas, o de borrachos fumetas, normalmente turistas todavía abrazados
al manillar de una bicicleta que no supieron girar a tiempo, persuadidos
como irían por el hada verde de Jamaica de que si seguían pedaleando
flotarían como Elliott con E. T. Pero el Gobierno holandés se ha cansado de pescar a discípulos de Bob Marley desparramados
por los canales porque sus cuerpos quedan tan desmejorados que ni
siquiera resultan provechosos para las prácticas universitarias de
anatomía que tan bien pintó el maestro Rembrandt. Hartos de que el reclamo de la ciudad no lo constituya precisamente el excelso artista que comparte con Velázquez la
cima de la pintura universal, sino más bien las drogas, las putas y las
bicicletas –por estricto orden de degeneración moral–, han decidido
vetar a los extranjeros la entrada a los coffee-shops, una
suerte de cafeterías plutónicas donde cualquiera puede comprar hachís
como si fuera sacarina y fumarse unos canutos como las mangas de un
bombero. La medida debía entrar en vigor en enero, pero se ve que la
interpretan un poco al estilo del capitán Renault de Casablanca –gritando:
“¡Qué escándalo, aquí se fuma!”–, con su vista gorda aparejada. Parece
que se han puesto serios con el veto desde ayer mismo, una vez se
cercioraron de que yo ya volaba de regreso.