miércoles, 4 de abril de 2012

El gran falsificador


Ignacio Ruiz Quintano
Abc

El gran falsificador no ha podido falsificar su propia muerte.

Porque la vocación íntima de Antonio Mingote fue la de falsificador, una especie de Elmyr de Hory de la madrileña calle del Niño Jesús, con las paredes cuajadas de falsificaciones lo bastante interesantes para salir en el “F for Fake” de Orson Welles.

Y hubo de contentarse con salir a la Academia los jueves, como las chicas de servir, que, fijas o discontínuas, también limpian y gozan de esplendor.

Pero las falsificaciones de Mingote existen, y están en casa de Mingote, donde esconde medio museo del Prado, por la sencilla razón de que, lo que a Mingote le gustaba, lo copiaba.

Dicen que los chinos tienen esa facilidad para copiar, pero es un copiar fabril y manufacturero, mientras que el copiar de Mingote fue un copiar de artista que no puede decir su nombre, porque lo que a él le gustaba ya lo había hecho otro: esas meninas de Velázquez, ese caballero de la mano en el pecho del Greco, ese Filemón de Ibáñez y hasta ese bandarra de Ivà.

Y un falsificador tan bueno, ¿por qué no falsificó su propia muerte?

“Si tantos milagros haces, baja de la cruz”, le decían los sorches romanos a Jesús.

Si Mingote podía falsificar a Velázquez, ¿no iba a poder falsificar su propia muerte?

Mi impresión es que, con más amigos arriba que abajo, al final ya no quiso, con lo que su muerte es la muerte necesaria del señor que, a sabiendas de que ya hay que ir amando a la muerte, coge el sombrero y se retira.

Las muertes falsas son un género periodístico de primera en España. Ahí están la de Benavente, la de Sazatornil o la de Ruano, que creía, el hombre, haber dejado un buen recuerdo en Portugal, y, recién llegado a España, una mano negra puso un telegrama circular a la Prensa de Lisboa con un escueto texto: “González-Ruano murió accidente automóvil.” Y el “muerto” recibió dos telegramas: uno del corresponsal de ABC a su “viuda”; y el otro, de la Asociación de la Prensa de Lisboa al “Heraldo de Madrid”, donde Ruano trabajaba.

La vida no es mucho más que eso: la fe de ella que dan quienes nos conocen. El día que nadie nos pudiera conocer seríamos como muertos sin enterrar.

El caso es que uno todavía quisiera que lo de Mingote fuera eso, una muerte falsa desmentida “por alusiones” con una caricatura en papel de barba de la Academia.

De sus sueños de falsificador nos hablaba Mingote mientras preparábamos sus revólveres (“Los revólveres hablan de sus cosas”) y sus necrológicas (“Serán ceniza, mas tendrá sentido…”), incluida la del eterno Edgar Neville, “Edgar, el delgado”, como lo llamaba Pemán, porque al principio Edgar Neville era la extremada delgadez. Neville murió en su casa de Madrid, en presencia de Tono y Mingote, que habían acudido a visitarlo. “Esta vez, Edgar, te has ido demasiado lejos –le escribió Tono–. Acaso porque los que te hemos rodeado en las últimas horas no hemos sabido encontrar el ‘invento’ que necesitabas para retrasar tu viaje.” Y Mingote añadió: “Su infatigable corazón se ha parado en primavera para que los amigos no estuviéramos incómodos en el entierro y hayamos podido oír esta mañana a los pájaros cantando. Él no aceptaba una cursilería, pero sabía que los pájaros iban a cantar, porque cantan cuando les parece, sobre todo cuando no viene a cuento, que es lo que a Edgar le divertía.”

Son las bromas que la muerte le gasta a la vida, y por eso esperamos de todo corazón, como dijera el pobre Corot, que, por mucho que no venga a cuento, se pueda dibujar en el cielo.

Porque al cielo iremos los de siempre.