No es tan fácil insultar como lo pintan quienes han sido alcanzados por un insulto certero o quienes no saben ofender con cierta gracia. El insulto es uno de los géneros más exigentes de la literatura y requiere enormes dosis de tacto y refinamiento intelectual. No hablamos ahora del rebuzno televisivo sino del arte literario de la ofensa, tan exquisito que no puede sino caminar a la extinción en esta España parada sobre vulgar que un día se agarró las tripas de la risa que le aflojaban las letrillas satíricas de Quevedo contra Góngora y de este contra Lope y viceversa. Apenas Cela, Umbral y hoy Ruiz Quintano han practicado después esta disciplina con verdadera maestría.
Insultarse está hoy mal visto en España, del mismo modo que está mal visto ganar el Premio Nobel o ameritar un crédito ICO. Una nación que se insulta resuelta y alegremente es una nación sana y segura de sí misma, como lo era la España imperial del Siglo de Oro pese a su incoada decadencia política y como lo ha sido Estados Unidos al menos durante el siglo XX. Las mejores injurias literarias de la contemporaneidad nacen en el ámbito anglosajón, según ha documentado gozosamente Patricio Pron en un maravilloso artículo aparecido en el último número de Revista de Libros, egregia publicación cuyo postrer artículo me cupo el orgullo de firmar.