viernes, 2 de septiembre de 2011

Ligero de equipaje, como los hijos de la mar

El autor asoma la nariz sobre la zurda de Amorós
mientras Ponce señala cómo se le toca a un alcurrucén


Lo que es la vida. Unos vuelven al tajo o a la cola del Inem, otros reforman la Constitución, los hay que rezongaban por que no empezara al Liga y ahora por que haya empezado y algunos desempolvan el chándal de barricada porque viene la derecha a secuestrarnos los bebés. Pero uno, señores, se dispone con su venia a darle telonazo a esta sección. Llevo tanto tiempo en carretera que ya no ubico bien los rasgos en la cara de mi padre, y si mi madre no me llamara para recordarme su voz, me echaría en los brazos de la primera señora que me fingiese convincentemente una miaja de cariño maternofilial. Nunca estoy seguro de si desenchufé la nevera de mi piso.

Ya no distingue uno entre sus hábitos y la desprendida trashumancia de un perroflauta. ¿Cómo es mi día tipo? Verán, suelo despertarme sobre las diez si no he trasnochado, que entonces es más tarde, o mucho antes si no me apetece perder un vuelo, o un ferry, o una vagoneta minera, o un euskotren, o un jodido pegaso, porque me he desplazado por tierra, mar y aire subido a los más variopintos artefactos, alguno sin homologar. La mayoría de los días hago una comida al día. Primero porque nací sin apetito; segundo por los hoteles y esa condenada contaminación british de adelantar tanto la hora del desayuno; y tercero porque urge visitar, conocer, fotografiar, escribir y mandar la página, y cuando acabo ya dieron las seis, que es cuando como, y entonces ya no ceno. La mayoría de mis noches las pasé en una cama demasiado grande, viendo una peli o leyendo a Ruano, vaciando de cervezas el minibar.

He adelgazado cinco kilos, fomento unas greñas netamente indignadas, el sol me ha hecho mudar de piel tres veces como culebra menopáusica y me sorprendo ya interpelando airadamente a los altavoces del portátil para que bajen la música. Me he alimentado de cosas que harían vomitar a una cabra, pero también me concedí homenajes: ahora recuerdo un arroz con bogavante en Vigo. No me he emborrachado demasiado, pero en Lugones pude acabar abonando el prado. No he ligado lo que creen que he ligado, aunque he adquirido decenas de nuevas amigas y amigos; y lo bueno de los segundos es que, al despedirte, no te tortura la duda de si tenías que haberle o no tirado los morros a la cuarta copa. He recorrido exactamente 51 municipios españoles. Fui rociado con calimocho pamplonés. Una madrugada me expulsaron de la lonja de altura en Vigo. Conté lagartos en la falda del Teide. Estreché la mano del primo gatoadicto de Rubalcaba y me enamoré de una ternerita en Torrelavega. Coseché una cariñosa crítica del ex jefe de la Casa Real por retratar a Letizia en Palma. Secundé el grito rockero de los ovetenses que querían armála. Perdí dinero apostando a los caballos en San Sebastián. Me calé en Cuatro Vientos oyendo al Papa. Busqué a Gadafi en el Alcázar de Jerez. Cené con Ponce en Bilbao. Y sufrí insomnio en Logroño por culpa del crianza.

Sin ustedes no hubiera hecho nada de esto. Me despido, con las yemas en carne viva y el corazón ligero de equipaje. Besos desde la trinchera. Jorge.

(La Gaceta)