José Ramón Márquez
De las cuatro o cinco corridas que marcamos con tinta fosforescente cuando salieron los carteles de la feria de San Isidro, una de ellas fue la de Partido de Resina. Esta histórica ganadería nos echó el año pasado la mejor corrida de toda la temporada de Las Ventas, y eso, además del favor que le dispensamos a esta vacada desde la infancia, nos tenía ansiosos de que llegase el día de hoy.
En esto de las ganaderías pasa como con los toreros. Las hay que no paran de traer subproductos débiles sin atisbo de casta o de fuerza y con presentaciones deplorables, y nunca pasa nada con ellas, vuelven y vuelven sin que un solo espectador se acuerde de ellas, para bien ni para mal, como le pasa a Juampedro, Cuvillo, Jandilla, Marqués de Domecq o Puerto de San Lorenzo; otras, sin embargo, basta con que un día estén mal para que se caigan con todo el equipo, y pienso en Cuadri, Conde de la Maza, Palha o Escolar. Pasa lo mismo con los toreros, que nos hemos comido con patatas a toda la patulea que va desde Pedrito de Portugal hasta Uceda Leal pasando por Manuel Caballero, que ya sólo escribir los nombres produce hastío, y esos nunca estaban en el bache ni se tienen que ir, y, sin embargo, con Antoñete (¡Viejo, vete ya!), César Rincón (¡Éste ya no es el mismo!) o El Cid (¡Es que no sale del bache!), no hay término medio: o estaban superiores o la frasecita les caía como una maldición.
Llegó el día de hoy con la sorpresa de que, habiendo peleado en los corrales, se habían inutilizado dos toros y que, por ello, en la corrida que íbamos a ver sólo habría cinco toros de Pablo Romero. Luego fueron cuatro, porque el primero que salió del Partido de Resina lo devolvieron a los chiqueros por el mismo motivo que no devolvieron la mitad de la corrida de Parladé. Con el baremo que se ha usado en lo que llevamos de feria, el toro se debería haber quedado en la plaza, pero se ve que el funcionario hoy quiso sacar pecho y a tal fin asomó el pañuelico verde, que cuando el animal se iba a chiqueros con los bueyes llevaba un tranco y una alegría como para haberse quedado en el ruedo.
De los cuatro que se lidiaron de la divisa celeste y blanca lo que menos me gustó fue la diferencia en la presentación. Desde el monstruoso y corniveleto Morito, número 47, hasta el Mediapala II, número 8, había una enorme diferencia entre los toros en hechuras y trapío. Si comparamos con la corrida del año anterior, que parecía hecha con un molde, de parecidos que fueron los seis, hoy había una clara diferencia entre los cinco que salieron de chiqueros.
Y blandura, lo que se dice blandura, fue la del que echaron y, en menor medida, del que le siguió, Chuflero, número 24, porque el resto de la corrida ha recibido en varas el mayor castigo que se ha inferido a una corrida en lo que llevamos de feria. Incluso el que echaron fue antes masacrado por el nefasto picador Manuel Molina, que le pegó al toro sin misericordia, creyendo quizás que la vara era un martillo neumático con el que ahondar cobardemente más y más el boquete que había abierto en las carnes al toro en su primer encuentro.
Si picaron de forma deplorable, no es para contar la forma en que se lidiaron los toros: capotes por aquí, capotes por allá, el toro suelto corriendo de un picador al otro sin que nadie le echase la tela, y vuelta al otro picador, como en las capeas de los pueblos, pero con menos afición que la que hay en los pueblos.
Y el resultado es que ahí hubo cuatro toros a los que todo se les hizo de la peor forma que se le pueden hacer las cosas a un toro de casta, que es la peor manera de tratar de llegar a algo con toros de casta. Y creo que cada uno de los toreros tuvo un toro para demostrar algo con él. Porque torear no tiene por qué ser siempre la búsqueda de esos muletazos largos y ligados que nos llevan directamente al parnaso de la Cultura, ya que torear son también las faenas por la cara, de valor, basadas en los pies y en el poder de la muleta y rematadas con una buena estocada, toreo de Interior.
Con cada uno de los tres últimos toros, cada uno de los toreros probó sus mañas y no va a salir de aquí ni una letra matizando nada de lo que hicieron Ignacio Garibay, Serafín Marín y Sergio Aguilar, ya que lo esencial de su tarea fue estar ahí, como unos tíos frente a este encierro, mientras en esa misma arena hemos visto unos días antes a los pitiminís hacer posturas y ensayar achulamientos de bujarrón de billares a toreritos de celofán, bisutería del toreo, o a ese otro pobre muchacho que, imposibilitado para la chulería, nos le cantan como torero poderoso, a condición de que vaya siempre colocado ante toros a los que no hay que poder.
Garibay firmó su pacto con el toreo con sangre, como los buenos, y trajo más emoción a Las Ventas en su pelea con Morito, número 47, acertadamente brindado al Maestro César Rincón, que la que hemos tenido en toda la semana orejera. Desde el burladero de la Empresa, atónito, miraba aquello Talavante.
El toro Joyero, número 18, hizo una gran pelea en varas, donde Romualdo Almodóvar le arreó con saña aprovechando la franqueza de su embestida; galopó con gran alegría y a distancia en banderillas y se paró en la muleta, quizás por la distancia que eligió Serafín Marín para torearle.
El Mediapala II tenía qué torear, pero fue el más claro para la muleta. Sergio Aguilar estuvo frente a él, que ya es bastante.
Con lo encastado de los toros, que acosaban a los banderilleros hasta las tablas, hoy tuvimos un festival de tomas de olivo a cargo de Fernando Galindo, Fernando Casanova y Francisco Javier Gómez Pascual, por dos veces; en la segunda, si no salta, lo destroza el toro.
Hoy fue una de esas tardes en que echas de menos en la plaza el orden que reinaba siempre con Luis Francisco Esplá.
De las cuatro o cinco corridas que marcamos con tinta fosforescente cuando salieron los carteles de la feria de San Isidro, una de ellas fue la de Partido de Resina. Esta histórica ganadería nos echó el año pasado la mejor corrida de toda la temporada de Las Ventas, y eso, además del favor que le dispensamos a esta vacada desde la infancia, nos tenía ansiosos de que llegase el día de hoy.
En esto de las ganaderías pasa como con los toreros. Las hay que no paran de traer subproductos débiles sin atisbo de casta o de fuerza y con presentaciones deplorables, y nunca pasa nada con ellas, vuelven y vuelven sin que un solo espectador se acuerde de ellas, para bien ni para mal, como le pasa a Juampedro, Cuvillo, Jandilla, Marqués de Domecq o Puerto de San Lorenzo; otras, sin embargo, basta con que un día estén mal para que se caigan con todo el equipo, y pienso en Cuadri, Conde de la Maza, Palha o Escolar. Pasa lo mismo con los toreros, que nos hemos comido con patatas a toda la patulea que va desde Pedrito de Portugal hasta Uceda Leal pasando por Manuel Caballero, que ya sólo escribir los nombres produce hastío, y esos nunca estaban en el bache ni se tienen que ir, y, sin embargo, con Antoñete (¡Viejo, vete ya!), César Rincón (¡Éste ya no es el mismo!) o El Cid (¡Es que no sale del bache!), no hay término medio: o estaban superiores o la frasecita les caía como una maldición.
Llegó el día de hoy con la sorpresa de que, habiendo peleado en los corrales, se habían inutilizado dos toros y que, por ello, en la corrida que íbamos a ver sólo habría cinco toros de Pablo Romero. Luego fueron cuatro, porque el primero que salió del Partido de Resina lo devolvieron a los chiqueros por el mismo motivo que no devolvieron la mitad de la corrida de Parladé. Con el baremo que se ha usado en lo que llevamos de feria, el toro se debería haber quedado en la plaza, pero se ve que el funcionario hoy quiso sacar pecho y a tal fin asomó el pañuelico verde, que cuando el animal se iba a chiqueros con los bueyes llevaba un tranco y una alegría como para haberse quedado en el ruedo.
De los cuatro que se lidiaron de la divisa celeste y blanca lo que menos me gustó fue la diferencia en la presentación. Desde el monstruoso y corniveleto Morito, número 47, hasta el Mediapala II, número 8, había una enorme diferencia entre los toros en hechuras y trapío. Si comparamos con la corrida del año anterior, que parecía hecha con un molde, de parecidos que fueron los seis, hoy había una clara diferencia entre los cinco que salieron de chiqueros.
Y blandura, lo que se dice blandura, fue la del que echaron y, en menor medida, del que le siguió, Chuflero, número 24, porque el resto de la corrida ha recibido en varas el mayor castigo que se ha inferido a una corrida en lo que llevamos de feria. Incluso el que echaron fue antes masacrado por el nefasto picador Manuel Molina, que le pegó al toro sin misericordia, creyendo quizás que la vara era un martillo neumático con el que ahondar cobardemente más y más el boquete que había abierto en las carnes al toro en su primer encuentro.
Si picaron de forma deplorable, no es para contar la forma en que se lidiaron los toros: capotes por aquí, capotes por allá, el toro suelto corriendo de un picador al otro sin que nadie le echase la tela, y vuelta al otro picador, como en las capeas de los pueblos, pero con menos afición que la que hay en los pueblos.
Y el resultado es que ahí hubo cuatro toros a los que todo se les hizo de la peor forma que se le pueden hacer las cosas a un toro de casta, que es la peor manera de tratar de llegar a algo con toros de casta. Y creo que cada uno de los toreros tuvo un toro para demostrar algo con él. Porque torear no tiene por qué ser siempre la búsqueda de esos muletazos largos y ligados que nos llevan directamente al parnaso de la Cultura, ya que torear son también las faenas por la cara, de valor, basadas en los pies y en el poder de la muleta y rematadas con una buena estocada, toreo de Interior.
Con cada uno de los tres últimos toros, cada uno de los toreros probó sus mañas y no va a salir de aquí ni una letra matizando nada de lo que hicieron Ignacio Garibay, Serafín Marín y Sergio Aguilar, ya que lo esencial de su tarea fue estar ahí, como unos tíos frente a este encierro, mientras en esa misma arena hemos visto unos días antes a los pitiminís hacer posturas y ensayar achulamientos de bujarrón de billares a toreritos de celofán, bisutería del toreo, o a ese otro pobre muchacho que, imposibilitado para la chulería, nos le cantan como torero poderoso, a condición de que vaya siempre colocado ante toros a los que no hay que poder.
Garibay firmó su pacto con el toreo con sangre, como los buenos, y trajo más emoción a Las Ventas en su pelea con Morito, número 47, acertadamente brindado al Maestro César Rincón, que la que hemos tenido en toda la semana orejera. Desde el burladero de la Empresa, atónito, miraba aquello Talavante.
El toro Joyero, número 18, hizo una gran pelea en varas, donde Romualdo Almodóvar le arreó con saña aprovechando la franqueza de su embestida; galopó con gran alegría y a distancia en banderillas y se paró en la muleta, quizás por la distancia que eligió Serafín Marín para torearle.
El Mediapala II tenía qué torear, pero fue el más claro para la muleta. Sergio Aguilar estuvo frente a él, que ya es bastante.
Con lo encastado de los toros, que acosaban a los banderilleros hasta las tablas, hoy tuvimos un festival de tomas de olivo a cargo de Fernando Galindo, Fernando Casanova y Francisco Javier Gómez Pascual, por dos veces; en la segunda, si no salta, lo destroza el toro.
Hoy fue una de esas tardes en que echas de menos en la plaza el orden que reinaba siempre con Luis Francisco Esplá.