sábado, 19 de marzo de 2011

Angulas, angulas

José Ramón Márquez

Hubo un tiempo en que para nombrar las cosas suculentas bastaban pocas palabras; por ejemplo, se decía ‘besugo’, o ‘lechazo’, o ‘lubina’. Luego empezaron a sacar reportajes de Arzak en El País Semanal y empezó la matraca de los cocineros estrella y la cosa se estropeó, porque ya no valía lo de antes y la cosa se tenía que llamar ‘Besugo con mamia rota’ o ‘Lubina con pisto de berenjena y salsa de aceituna negra y achicoria’; desde ahí comenzó la invasión, y eso ya no ha parado ni ya tiene pinta de parar.

De aquellos honrados huevos a la flamenca, hoy inencontrables, que no podían faltar en la carta de ningún restaurante digno de tal nombre en los años sesenta, hasta la ‘Secuencia de la becada con trompetas de los muertos’ o los “Sesos de cordero al aceite de carbón”, por poner al azar dos de las ocurrencias de dos famosos cocineros, se nos ha ido pasando media vida.

Hace unos treinta años, pongamos por caso, si le llega un maître a un cliente y le empieza a recitar lo de la mamia, la salsa de achicoria, la secuencia o el aceite de carbón, lo más normal es que le hubiese mandado a paseo. Ahora han ‘educado’ a la gente en el gusto moderno y lo que queda de lo más hortera es decir ‘Pues mejor que la mamia ésa, traigame usted unas angulas’, así sin nada. ¡Valiente memez!

Las angulas, que han desaparecido de las cartas de los restaurantes, son una de las señas de identidad gastronómica para los que tenemos más de cuarenta y cinco años -por decir una edad-; los que están por debajo de eso no saben ni lo que son, y ya las confunden con un invento del Instituto del Frío del CSIC hecho a base de surimi al que llaman Gulas que tiene que ver con las angulas lo mismo que un cordero de Nueva Zelanda con un lechazo churro de Burgos o de Valladolid.

Como todas las cosas mejores, la clave de las angulas está en la simplicidad. Se cocinan de la siguiente manera: se pone un poco de aceite en una cazuela de barro, cuando está caliente se añaden los ajos, cortados en láminas; cuando estos empiecen a tomar color se agregan las angulas y la guindilla cortada en aros; se remueve todo con un tenedor de madera y se dejan hacer durante un minuto. Son deliciosas, con su suave sabor a pescado y su leve grasa y además piden pan, como debe ser.

En Madrid, hace muchos años, en un bar de la calle del Pez servían ‘angulas del Manzanares’: eran fideos gruesos cocidos al dente y preparados con el ajo, el aceite y la guindilla. No tenían nada que ver con las angulas, pero estaban la mar de ricas y valían diez pesetas. No hacían falta para nada las gulas ésas.