lunes, 6 de septiembre de 2010

Supongamos que hablo de Madrid


Jorge Bustos

Desperté maldiciendo la estrechez de la cama del enésimo hotel. Minuto y medio más tarde advertí que se trataba de mi cama, de mi cuarto y de mi casa. Se conoce como el síndrome de Willy Fog. Personalidades tan pimpante como Miguel Moratinos o Teresa de la Vega lo han padecido tras tirarse semanas aliando civilizaciones, bien que ellos con cargo al contribuyente.

Recordé entonces la limpia alegría de la víspera al pisar Chamartín, cuyo viario mugriento y fabril encendió en uno la clase de emoción experimentada al descubrir por vez primera, no sé, la Columnata de Bernini o el céspede del Bernabéu. Y luego dicen que los de Madrid no echamos raíces.

Todo viaje contiene dos placeres: el de irse y el de volver. Un viaje sin regreso previsto es un exilio, y un regreso sin viaje previo no es más que una enajenación transitoria, un microrrelato de Monterroso o un revuelco de titulares apocalípticos sobre la crisis, que en realidad nunca se fue.

Sin embargo, existen maniobras rutinarias cuya recuperación depara un sencillo deleite, al alcance de cualquier madrileño que se va y que vuelve. Es el caso de volver a conducir tu propio coche, adornado con tus propias multas pendientes, a lo largo de tu propio atasco en la nacional seis. Por esta vez los bocinazos evocan el Canon de Pachelbel y las caras crispadas al volante se antojan tan bonancibles en realidad como las que compondría una sentada de jamaicanos inspirados por la yesca humeante de Bob Marley.

Cuando llegas a la Castellana, detectas inopinados y hermosos socavones iraquíes abriéndose paralelos a la vía, aguardando ahmbrientos la suculenta pantorrilla de alguna ejecutiva desavisada. Una capota de hollín tornasolado, donde la polución se abraza a un amago de lluvia septembrina, domina sobre tus pasos titubeantes de madrileño recién amanecido. Te sonríes ante el ajetreo familiar de los encorbatados, y también ante las pirulas ensayadas en los cruces por automovilistas cuya foto ilustra en el diccionario la definición del estrés. Aspiras, como si lo fueran a prohibir, este aroma de metrópoli inmanente, rompeolas de murmuración indeclinable de donde todos quieren huir y adonde todos sueñan llevar la pica de su medro.

Hay un breve momento en que te paras, como jugando a encarnar la posición admirativa del provinciano, pero enseguida se te aburren los tobillos y hasta los gorriones vienen detrás pidiendo paso. Notas que la ciudad vuelve a asumirte como otro más de sus insignificantes átomos revoltosos, y segundos antes de rendirte a su voracidad formulas, un año más, la observación consabida: "Joder. Casi me había olvidado de esto".

(La Gaceta)