Jorge Bustos
El aguacero se desató en Santander muy oportunamente, justo la víspera de nuestra partida al encuentro de este jubiloso bochorno mallorquín. La excusa de mi venida es la 29 edición de la Copa del Rey de Vela, que arrancó ayer y es la regata más importante del Mediterráneo, algo así como la Fórmula 1 de la náutica continental. Nuestro Fernando Alonso no es otro que el príncipe Felipe, que llegó el viernes a la isla para reunirse con su madre. Se espera la inminente llegada de Doña Letizia y el Rey. El heredero no ha ganado aún el título -lo propio de un heredero es no ostentar aún el título-, pese a que, como cariñosamente advierte un colega del ABC, “tiene condiciones físicas suficientes para practicar cualquier deporte y está dotado de una mente privilegiada”. O sea que no es cierto en absoluto eso de que de así se las ponían a Don Felipe, y veremos si el CAM que él patronea logra coronarse -nunca mejor dicho- entre los 90 barcos procedentes de 18 países con representación en este naumaquia. Al término de la primera jornada se coloca cuarto, por detrás del Cristabella, del Bribón y del argentino Matador, que va líder, ché viste.
Ya se sabe que cuando el glamour anda suelto hay que pedir acreditación hasta para acreditarse. Uno está acreditado, e incluso se ha acreditado para poder seguir acreditándose, así que fue bajar del avión y hacerme a la mar. A los de prensa nos llevan en unas lanchas meteóricas que mosconean alrededor de los regatistas, con la venia real. Es divertidísimo. Uno se siente Di Caprio botando sobre la mar picada a 40 nudos -lo de “cabalgar las olas” deja de ser una metáfora- y rodeado de ocurrentes paparazzis a la caza de una sonrisa de Doña Sofía o una pose del rey de Noruega. Un fotógrafo local resumió la sensación: “Ya no tengo que ir al quiropráctico”. Y eso que es de Bilbao.
Honestamente, de vela entiendo lo mismo que de cincado electrolítico, y las palabras “botalón” y “bulbo” sólo me cuadran en el contexto de un chiste verde, qué quieren que les diga. Pero después de tres horas a bordo, soy capaz de decir: “Cae a estribor, córtales la popa y ponte a crujía”. No sé si me entienden. Y si la nomenclatura me es ajena, no digamos ya la imagen: la cámara de uno no puede competir con los kilométricos teleobjetivos de los reporteros gráficos, que parecen pertrechados como para desembarcar en Omaha el día D. Uno no está muy seguro de que semejantes artefactos no deban pasar el examen de los inspectores nucleares de la ONU. Logramos ponernos a la altura del yate de la Reina y pedirle un soberano saludo, a lo que accedió tan generosa como siempre. Pero Felipe estaba tan concentrado manejando la caña que ni nos miró. Mañana volvemos.
(La Gaceta)
El aguacero se desató en Santander muy oportunamente, justo la víspera de nuestra partida al encuentro de este jubiloso bochorno mallorquín. La excusa de mi venida es la 29 edición de la Copa del Rey de Vela, que arrancó ayer y es la regata más importante del Mediterráneo, algo así como la Fórmula 1 de la náutica continental. Nuestro Fernando Alonso no es otro que el príncipe Felipe, que llegó el viernes a la isla para reunirse con su madre. Se espera la inminente llegada de Doña Letizia y el Rey. El heredero no ha ganado aún el título -lo propio de un heredero es no ostentar aún el título-, pese a que, como cariñosamente advierte un colega del ABC, “tiene condiciones físicas suficientes para practicar cualquier deporte y está dotado de una mente privilegiada”. O sea que no es cierto en absoluto eso de que de así se las ponían a Don Felipe, y veremos si el CAM que él patronea logra coronarse -nunca mejor dicho- entre los 90 barcos procedentes de 18 países con representación en este naumaquia. Al término de la primera jornada se coloca cuarto, por detrás del Cristabella, del Bribón y del argentino Matador, que va líder, ché viste.
Ya se sabe que cuando el glamour anda suelto hay que pedir acreditación hasta para acreditarse. Uno está acreditado, e incluso se ha acreditado para poder seguir acreditándose, así que fue bajar del avión y hacerme a la mar. A los de prensa nos llevan en unas lanchas meteóricas que mosconean alrededor de los regatistas, con la venia real. Es divertidísimo. Uno se siente Di Caprio botando sobre la mar picada a 40 nudos -lo de “cabalgar las olas” deja de ser una metáfora- y rodeado de ocurrentes paparazzis a la caza de una sonrisa de Doña Sofía o una pose del rey de Noruega. Un fotógrafo local resumió la sensación: “Ya no tengo que ir al quiropráctico”. Y eso que es de Bilbao.
Honestamente, de vela entiendo lo mismo que de cincado electrolítico, y las palabras “botalón” y “bulbo” sólo me cuadran en el contexto de un chiste verde, qué quieren que les diga. Pero después de tres horas a bordo, soy capaz de decir: “Cae a estribor, córtales la popa y ponte a crujía”. No sé si me entienden. Y si la nomenclatura me es ajena, no digamos ya la imagen: la cámara de uno no puede competir con los kilométricos teleobjetivos de los reporteros gráficos, que parecen pertrechados como para desembarcar en Omaha el día D. Uno no está muy seguro de que semejantes artefactos no deban pasar el examen de los inspectores nucleares de la ONU. Logramos ponernos a la altura del yate de la Reina y pedirle un soberano saludo, a lo que accedió tan generosa como siempre. Pero Felipe estaba tan concentrado manejando la caña que ni nos miró. Mañana volvemos.
(La Gaceta)