Jorge Bustos
Ataquemos dos elementos clave en toda vacación levantina: la playa y la noche. Tras haber fatigado una decena de playas esta semana, uno se cree autorizado para señalar la arena de Valencia como escenario idóneo para la alianza de civilizaciones. He visto musulmanas cubiertas de pies a pelo soportar la solana tomando cuscús sobre la toalla. He visto a innumerables chinos aullando en chino, salpicando en chino y embutidos en los propios taparrabos que los chinos venden en los chinos. He constatado cómo abunda la variante autóctona del macarra nacional, que es el macarra valenciano completado por el guiri de costa, bien acompañados de la choni pertinente o bien a solas con su iPod. El macarra local se distingue por la profusión de tatuajes con que se adorna: aquí se ven tantos tatuajes que uno se vuelve sospechoso de elitismo si exhibe la piel sin abocetar. Te miran como unos mineros tiznados de antracita mirarían a un lord que se presenta con esmoquin blanco a la puerta de la mina.
En cuanto a la noche. El jueves topo en el ascensor del hotel con un tipo escueto, melena crespa y brazos, más que tatuados, serigrafiados directamente. Lo miro bien. “¿Tú no eres el cantante de Pereza?” “Pues sí, hoy tocamos aquí”. El dúo se alojaba en la habitación contigua a la mía. Majete y educado cual estudiante de Eton, el tal Leiva. Iba sereno como un monseñor, lo cual desmiente el tópico de que los rockeros tengan que drogarse antes de los conciertos. O el rock no es lo que era o los rockeros de hoy han ganado sensatez y perdido rock, precisamente. No me hice la fotito porque a uno le da palo el papel de fan y porque, qué demonios, tampoco era Bunbury. Esa noche salí al Umbracle, una calatravada que por la noche es discoteca. Ultrapija, por más señas. A 15 la copa. Esculturas de 1,88 sobre tacones anticonstitucionales de las que no te miran a menos que te rocíes el cuerpo de whisky y te prendas fuego. Cuando dos de ellas, en un alarde de condescendencia semidivina, me invitaron a pasar a la zona vip, uno lloró de gratitud hacia Dios por haberlas creado, pero al llegar el gorila me dejó fuera y ellas reingresaron al olimpo sin dignarse a girar siquiera sus gráciles cabecitas. Fue uno de mis fracasos nocturnos más perfectos si descontamos el de ayer en Jávea, donde cené con unos amigos. Después erramos por el paseo marítimo tratando de poner los tímpanos a salvo del estruendo de pastillero que hace el papel de música en esta autonomía donde el dj es entronizado y la guitarra eléctrica un motivo de tanta nostalgia como el Siglo de Oro. Total, si de lo que se trata es de regresar al estadio primitivo del percusionismo primate, nos parece más honesta la música de vuvuzela.
(La Gaceta)