Jon Juaristi
Abc
Italo Calvino escribió que en la modernidad todo el mundo es culpable. De hecho, ya lo había insinuado tácitamente Kafka, que además subrayó un elemento insólito de la culpabilidad moderna: nadie parece conocer exactamente el motivo que le hace acreedor de castigo.
Nos encontramos ante una generalización aparentemente absurda, pero difícil de refutar, porque cada vez somos menos conscientes de la calidad moral de nuestros actos, y ello porque la modernidad cuestiona o niega la idea tradicional de que consciencia y culpabilidad están íntimamente ligadas, de modo que sin consciencia no hay acto moral o, dicho en términos cristianos, sin voluntad no hay pecado. Un principio que estuvo en vigor durante casi dos milenios.
No siempre fue así. La ética trágica no contemplaba en absoluto la consciencia (ni la voluntad) como condición necesaria de la culpa. Edipo no sabe que es hijo de Layo y de Yocasta, pero no por ignorarlo resulta inocente a los ojos de Sófocles y del público ateniense (ni a los ojos propios, que revienta por hacérsele insoportable la visión de sí mismo como parricida e incestuoso). Pero la antedicha formulación cristiana no es traducción de principio anterior alguno, sino más bien lo contrario. La necesidad de voluntad consciente para la existencia de culpa (y consiguiente merecimiento de pena) constituye una traslación jurídica de la subversión cristiana de la ética antigua. El cristianismo, como supo ver Nietzsche, al relacionar el pecado con la voluntad (y, por tanto, con la libertad de la persona), hizo imposible la tragedia.
Por supuesto, esa relación de la libertad con la culpa estaba ya en el judaísmo -muy claramente desde el libro de Job-, pero el judaísmo no construyó una cultura con pretensiones de universalidad, de modo que la secularización del judaísmo produjo formas de tragedia intraducibles. La propia obra de Kafka, como Sultana Wahnón ha observado, puede ser conceptuada como una tragedia de nuevo cuño, inseparable del judaísmo. Kafka repite los alegatos de Job, pero en clave trágica; es decir, dirigiéndolos a un vacío creado por el repliegue de Dios (la del Dios creador de la nada es, por cierto, una idea central del pensamiento judío contemporáneo). Kafka fue un profeta judío y su obra forma parte, digan lo que digan los rabinos, del corpus canónico del judaísmo.
En las sociedades cristianas, por el contrario, el efecto más notable de la secularización fue la socialización de la paranoia, consecuencia de la universalización de la culpa a que se refería Italo Calvino. Los paranoicos, como se sabe, exorcizan su angustia echando la culpa a los demás. Como la conciencia de ser uno mismo culpable en un mundo sin Dios conduce a reventarse los ojos, siguiendo el ejemplo de Edipo, hay que procurar que la culpabilidad recaiga siempre en el otro. De ahí que el progresismo plurimorfo suscite sin tregua figuras espectrales de la culpa ajena (la última, la de la Iglesia «pedófila»), porque tiene que dividir el mundo entre inocentes y culpables, víctimas y verdugos, o sea, ellos mismos y todos los demás. Tal lógica binaria no es trágica, sino paranoica, maniquea y totalitaria. Agustín de Hipona, que conocía muy bien a los maniqueos de su tiempo, advirtió de que la cantidad de mal que uno puede causar está en proporción aritmética directa al bien que cree poseer (o representar). Paranoia, convicción de inocencia y ansia justiciera de erradicar el mal son, precisamente, los rasgos definitorios del totalitarismo posmoderno en sus dos versiones más extendidas, la del integrismo islámico y la de la izquierda buenista.