como Luis Rosales por la de los Panero
Por Wenceslao Fernández Flórez
15 de Abril de 1939
Aumentar la propia riqueza con un esfuerzo en el que se comprometa lo ya adquirido o se ponga en juego la vida o se obligue a la inteligencia a superar la de los competidores, es colaborar al progreso humano. Cuando el ideal es adueñarse de bienes suprimiendo aquel esfuerzo o reduciéndolo al mínimum, la conducta deviene inmoral. El marxismo es inmoral en cuanto suscita en los hombres el ensueño de apoderarse de lo que no es suyo, sin más tarea que la redacción de una ley en la que se ordene el reparto. El noventa y nueve por cien de los marxistas son hombres que no confían en su capacidad o envidian la más poderosa de algunos otros, y que no se contentan con lo que estrictamente merece su vulgaridad o su pereza, y quieren tanto como el que más, valiendo apenas como el que menos.
La tendencia al despojo –fácil camino de posesión– está más generalizada de lo que pudiera creerse. Sus más sencillas manifestaciones son apenas perceptibles y se disimulan bajo el perdón y la indiferencia que tan abundantemente otorgamos a los actos triviales. Pero el germen de la piratería está en ellas tan auténtico y puro como en aquellos aventureros ingleses y holandeses que acechaban la salida de nuestros galeones de América para robar su carga en el mar.
El empleado de la pasada generación que se comía las obleas, tenía el germen. Aquel hombre se encontraba delante de una minúscula propiedad mal vigilada: la caja de obleas. Tragarlas debía de ser asqueroso, pero a él le resultaba más terrible dejarlas allí, no apoderarse de ellas, prescindir de aquella apropiación que le era posible realizar sin riesgo ni trabajo. Se empastaba la boca y la garganta con tal porquería, impulsado por el afán de llevarse gratuitamente algo, que es el que mueve a mucha gente que cree estar, sin embargo, segura de no practicar el robo.
El germen vive también en los que comen demasiado en las meriendas de invitación. La avidez con que muchos caballeros adinerados y muchas damas de buena posición codean ante las mesas de un buffet para situarse en lugar donde puedan alcanzar más golosinas, su atragantada prisa por engullir no es otra cosa que el ansia de acrecer su prosperidad sin dispendio de labor, de tiempo o de dinero. Afrontan la indigestión contentísimos si al salir de aquella casa pueden decirse que llevan muchas pesetas de emparedados, de golosinas y de champaña guardadas en la atormentada bolsa de su estómago.
En cuanto el hombre descubre un pretexto para dudar de la propiedad, para decir: “eso está ahí para todos”, se lanza inconteniblemente al pillaje, interpretando su propia frase en el sentido de que aquello estaba allí para él. Los naufragios suelen proporcionar ocasiones de comprobar este gregario impulso al robo.
(...)
En la zona roja había una forma especialmente ingrata de robar. Ya es mucho que así ocurriese en lugares donde el robo era consuetudinario y lo practicaban desde el presidente del Consejo hasta la Policía, y donde iba generalmente acompañado de asesinato. Y, no obstante, esta manera a la que voy a referirme resultaba agudamente dolorosa. Después de los bombardeos, apenas había acabado de derrumbarse un edificio, cuando aún no habían aparecido bomberos ni guardias y estaban en el aire, ensombreciéndolo, el polvo del desmoronamiento y el humo de la explosión, surgían, saliendo de todas partes, como si ya estuviesen apercibidos para ello, hombres y mujeres con cestos o sacos o sin más que sus bolsillos y las bolsas que con las sayas formaban, y entregábanse al afanoso empeño de remover, de escarbar, de buscar entre las ruinas algo que pudiera servirles. Había muertos o vecinos presos en los escombros, o personas atónitas, allí, bajo la desgracia y el susto... Pero no importaba. Cogían cuanto les era posible y se marchaban gozosamente con ello. Eran buitres. Llegaron a abundar tanto que las autoridades rojas lanzaron contra ellos la ineficaz literatura de unas prohibiciones que nadie atendió.
Por Wenceslao Fernández Flórez
15 de Abril de 1939
Aumentar la propia riqueza con un esfuerzo en el que se comprometa lo ya adquirido o se ponga en juego la vida o se obligue a la inteligencia a superar la de los competidores, es colaborar al progreso humano. Cuando el ideal es adueñarse de bienes suprimiendo aquel esfuerzo o reduciéndolo al mínimum, la conducta deviene inmoral. El marxismo es inmoral en cuanto suscita en los hombres el ensueño de apoderarse de lo que no es suyo, sin más tarea que la redacción de una ley en la que se ordene el reparto. El noventa y nueve por cien de los marxistas son hombres que no confían en su capacidad o envidian la más poderosa de algunos otros, y que no se contentan con lo que estrictamente merece su vulgaridad o su pereza, y quieren tanto como el que más, valiendo apenas como el que menos.
La tendencia al despojo –fácil camino de posesión– está más generalizada de lo que pudiera creerse. Sus más sencillas manifestaciones son apenas perceptibles y se disimulan bajo el perdón y la indiferencia que tan abundantemente otorgamos a los actos triviales. Pero el germen de la piratería está en ellas tan auténtico y puro como en aquellos aventureros ingleses y holandeses que acechaban la salida de nuestros galeones de América para robar su carga en el mar.
El empleado de la pasada generación que se comía las obleas, tenía el germen. Aquel hombre se encontraba delante de una minúscula propiedad mal vigilada: la caja de obleas. Tragarlas debía de ser asqueroso, pero a él le resultaba más terrible dejarlas allí, no apoderarse de ellas, prescindir de aquella apropiación que le era posible realizar sin riesgo ni trabajo. Se empastaba la boca y la garganta con tal porquería, impulsado por el afán de llevarse gratuitamente algo, que es el que mueve a mucha gente que cree estar, sin embargo, segura de no practicar el robo.
El germen vive también en los que comen demasiado en las meriendas de invitación. La avidez con que muchos caballeros adinerados y muchas damas de buena posición codean ante las mesas de un buffet para situarse en lugar donde puedan alcanzar más golosinas, su atragantada prisa por engullir no es otra cosa que el ansia de acrecer su prosperidad sin dispendio de labor, de tiempo o de dinero. Afrontan la indigestión contentísimos si al salir de aquella casa pueden decirse que llevan muchas pesetas de emparedados, de golosinas y de champaña guardadas en la atormentada bolsa de su estómago.
En cuanto el hombre descubre un pretexto para dudar de la propiedad, para decir: “eso está ahí para todos”, se lanza inconteniblemente al pillaje, interpretando su propia frase en el sentido de que aquello estaba allí para él. Los naufragios suelen proporcionar ocasiones de comprobar este gregario impulso al robo.
(...)
En la zona roja había una forma especialmente ingrata de robar. Ya es mucho que así ocurriese en lugares donde el robo era consuetudinario y lo practicaban desde el presidente del Consejo hasta la Policía, y donde iba generalmente acompañado de asesinato. Y, no obstante, esta manera a la que voy a referirme resultaba agudamente dolorosa. Después de los bombardeos, apenas había acabado de derrumbarse un edificio, cuando aún no habían aparecido bomberos ni guardias y estaban en el aire, ensombreciéndolo, el polvo del desmoronamiento y el humo de la explosión, surgían, saliendo de todas partes, como si ya estuviesen apercibidos para ello, hombres y mujeres con cestos o sacos o sin más que sus bolsillos y las bolsas que con las sayas formaban, y entregábanse al afanoso empeño de remover, de escarbar, de buscar entre las ruinas algo que pudiera servirles. Había muertos o vecinos presos en los escombros, o personas atónitas, allí, bajo la desgracia y el susto... Pero no importaba. Cogían cuanto les era posible y se marchaban gozosamente con ello. Eran buitres. Llegaron a abundar tanto que las autoridades rojas lanzaron contra ellos la ineficaz literatura de unas prohibiciones que nadie atendió.
(De El Estado perista. ABC, 15 de Abril de 1939)