Juan Ferragut
Este año, las fiestas de Almagro han tenido una resonancia enorme de escándalo y de barbarie. Estaba anunciada una corrida de toros que habían de lidiar Domingo Ortega, El Estudiante y Maravilla. Una hora antes de la corrida, los toreros no habían aún cobrado sus honorarios, como es condición contractual. Reclamaron los diestros, porque en esto de la fragilidad administrativa también tiene su tradición la plaza de Almagro. Y como no les pagaba, los matadores se negaron a torear. Vestidos de luces, huyeron carretera adelante en sus automóviles. Actitud prudente de buenos conocedores de la psicología popular. Seguramente en los toreros influyó el recuerdo del célebre “mitin de Almagro”, en el que fue protagonista el faraónico Cagancho. El lidiador gitano se sintió una tarde en Almagro de la Protectora de Animales. Quiere decirse que perdonó la vida a su segundo toro, último de la corrida. Después de escuchar los tres avisos, Cagancho desistía reglamentariamente de rematar al toro. Pero el público opinó en contrario: “¡El toro muere en la plaza!” Y cien mozos armados de estacas y navajas se arrojaron al ruedo. Acribillaron a la bestia, se empaparon los puños en su sangre, la destrozaron a palos.
Y cumplida la hazaña se lanzaron contra los lidiadores. La Guardia Civil tuvo que cargar veinte veces contra los frenéticos aficionados, y Cagancho tuvo su calvario taurómaco: dos kilómetros a pie, entre el polvo de la carretera, escoltado por una turba de lapidadores y luego unas horas de cárcel.
***
Este año los toreros, con perfecta razón, se negaron a torear y se apresuraron a salir de Almagro.
Suspendida forzosamente la corrida, ya sólo quedaba devolver al público su dinero. ¿Nada más? Eso sería desconocer al público. Habían ido a la plaza para ver algo, para reír, para gritar, para dar suelta a esas energías algareras tradicionales. Necesitaban espectáculo a todo trance. ¿Faltaban los toreros? Bien. Pero todavía quedaba algo allí: la plaza y los toros. Destrozaron la plaza; quemaron sillas, barreras, barandales. Hicieron una gran hoguera en el redondel. Y entonces un mozo genial abrió los chiqueros. Los toros salieron a la plaza. Azuzados, corrían las bestias entre las llamas, chamuscándose, bramando espantosamente, convertidos en trágicas teas enloquecidas por el terror.
Entre el tumulto horrible de los bárbaros jaleadores, la Guardia civil encomendó a los máuseres la tarea piadosa de terminar el martirio de los animales. A tiros murieron tres toros; otros tres pudieron huir campo a traviesa. El crepúsculo manchego, decorado de llamas, acribillado a disparos, con fieras fugitivas de cuernos ardientes por las rastrojeras. Y un pueblo ebrio de vino y de violencia. Y unos toreros despojándose, entre olivos, de sus trajes de iconos. Estampa castiza, bárbara, desgraciadamente española.
Este año, las fiestas de Almagro han tenido una resonancia enorme de escándalo y de barbarie. Estaba anunciada una corrida de toros que habían de lidiar Domingo Ortega, El Estudiante y Maravilla. Una hora antes de la corrida, los toreros no habían aún cobrado sus honorarios, como es condición contractual. Reclamaron los diestros, porque en esto de la fragilidad administrativa también tiene su tradición la plaza de Almagro. Y como no les pagaba, los matadores se negaron a torear. Vestidos de luces, huyeron carretera adelante en sus automóviles. Actitud prudente de buenos conocedores de la psicología popular. Seguramente en los toreros influyó el recuerdo del célebre “mitin de Almagro”, en el que fue protagonista el faraónico Cagancho. El lidiador gitano se sintió una tarde en Almagro de la Protectora de Animales. Quiere decirse que perdonó la vida a su segundo toro, último de la corrida. Después de escuchar los tres avisos, Cagancho desistía reglamentariamente de rematar al toro. Pero el público opinó en contrario: “¡El toro muere en la plaza!” Y cien mozos armados de estacas y navajas se arrojaron al ruedo. Acribillaron a la bestia, se empaparon los puños en su sangre, la destrozaron a palos.
Y cumplida la hazaña se lanzaron contra los lidiadores. La Guardia Civil tuvo que cargar veinte veces contra los frenéticos aficionados, y Cagancho tuvo su calvario taurómaco: dos kilómetros a pie, entre el polvo de la carretera, escoltado por una turba de lapidadores y luego unas horas de cárcel.
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Este año los toreros, con perfecta razón, se negaron a torear y se apresuraron a salir de Almagro.
Suspendida forzosamente la corrida, ya sólo quedaba devolver al público su dinero. ¿Nada más? Eso sería desconocer al público. Habían ido a la plaza para ver algo, para reír, para gritar, para dar suelta a esas energías algareras tradicionales. Necesitaban espectáculo a todo trance. ¿Faltaban los toreros? Bien. Pero todavía quedaba algo allí: la plaza y los toros. Destrozaron la plaza; quemaron sillas, barreras, barandales. Hicieron una gran hoguera en el redondel. Y entonces un mozo genial abrió los chiqueros. Los toros salieron a la plaza. Azuzados, corrían las bestias entre las llamas, chamuscándose, bramando espantosamente, convertidos en trágicas teas enloquecidas por el terror.
Entre el tumulto horrible de los bárbaros jaleadores, la Guardia civil encomendó a los máuseres la tarea piadosa de terminar el martirio de los animales. A tiros murieron tres toros; otros tres pudieron huir campo a traviesa. El crepúsculo manchego, decorado de llamas, acribillado a disparos, con fieras fugitivas de cuernos ardientes por las rastrojeras. Y un pueblo ebrio de vino y de violencia. Y unos toreros despojándose, entre olivos, de sus trajes de iconos. Estampa castiza, bárbara, desgraciadamente española.