domingo, 7 de julio de 2024

Paralelismo histórico de guerras conectadas


"Antonino Pío, cuyo reinado fue tan pacífico que apenas si puede comentarse algo de él”

(De un libro de Historia)



Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica


El paneslavismo de los zares del siglo XIX –sobre todo de Nicolás I y Alejandro III– trajo la independencia de las naciones eslavas de la Europa Oriental que habían estado sometidas al Imperio Otomano. La independencia de Serbia, Rumanía, Montenegro y Bulgaria es una hazaña de la eslavofilia rusa. Tras el cobarde asesinato en 1853 de una docena de monjes ortodoxos en Belén, Nicolás I exigió al sultán de Estambul que se permitiera a los fieles ortodoxos acceder libremente a los Santos Lugares –aquellos corónimos frecuentados por Jesucristo según los Evangelios: Belén, Nazaret, Jerusalén y el Monte Tabor, y que le nombrara protector de los fieles ortodoxos en el Imperio Otomano. Los turcos no sólo se negaron, sino que no hicieron nada contra los asesinos de los clérigos. Como respuesta Nicolás ocupó los principados turcos de Valaquia y Moldavia, algo así como “Las Asturias” de Rumanía. Francia e Inglaterra –la OTAN de entonces se posicionaron al lado de Turquía. La propia reina Victoria escribió en francés al zar –el francés era entonces la lengua de la diplomacia, hoy despreciada por el propio Macrón– el 14 de noviembre de 1853, una carta para expresarle su preocupación ante la política paneslava y panortodoxa de Rusia: “No seguiré ocultando a V.M. la dolorosa impresión que ha producido en mí la ocupación de los dos Principados” (Letters of Queen Victoria, Londres, 1907, serie 1837-1861, Tomo II, págs. 561-564). Pero hay que decir en honor la verdad que en 1850 Palmerston había enviado la flota británica frente al Pireo para proteger los “pequeños intereses” de los súbditos británicos, como advertencia a Rusia tras haber llegado a las costas del Mar Negro, ya muy cerca de Los Dardanelos. Es así que el conflicto cristiano-árabe en el antiguo territorio de Israel desata la Guerra de Crimea, cosa que se vuelve a repetir hoy; dos guerras conectadas en los mismos lugares que hace 170 años. Gran Bretaña y Francia se unieron entonces a Turquía y enviaron sus ejércitos y armadas para proteger la nación musulmana de Oriente Próximo, genocida de cristianos orientales a mansalva, curiosamente. El propio Papa apoyó efusivamente la guerra contra Rusia, exactamente igual que hoy, como si las iglesias orientales estuvieran más lejos de Roma que La Meca. Los británicos y franceses esperaban un enfrentamiento breve, pero pronto se vieron envueltos en una guerra sangrienta que no cesaba. Ambos bandos sufrieron innumerables bajas. Con la llegada del pacífico zar Alejandro II, un zar bueno, europeísta y proalemán, se concluyó la sangrienta guerra. Aunque el gobierno de Aberdeen había querido una alianza con Rusia, el 27 de marzo de 1854 la Guerra de Crimea se extiende a Europa. Rusia se enfrenta a una coalición de Turquía, Francia, Gran Bretaña y Cerdeña. A España se la invita a participar, pero ni O´Donnell ni Espartero quisieron saber nada – tenían más agallas que Sánchez y Feijóo. Disraeli echa la culpa de la guerra con Rusia a Aberdeen: “La formación del gobierno de Aberdeen fue la señal para el gabinete de San Petersburgo de comenzar su ataque contra la independencia de la Sublime Puerta”. Y más adelante afirmará: “Estamos en el umbral de graves acontecimientos y es muy conveniente que la población de este país esté preparada. Los proyectos de Rusia deben ser contrariados por una política vigilante y hábil”. Mientras, el príncipe Alberto, el adorado marido de la reina Victoria, es acusado de injerencia en los asuntos públicos y en particular en la política exterior británica en favor de Rusia y de Alemania. Los aliados vencerán en Alma, en Inkerman, en Balaklava, en donde los casacas rojas se mostraron heroicos, pero Sebastopol resistirá durante mucho tiempo y allí el heroísmo ruso fue reconocido hasta por los ingleses. Por fin, el 8 de septiembre de 1855 Sebastopol cae, y llega una “paz honorable para todos”. Rusia no pierde territorio, pero acepta la independencia y neutralidad de los países danubianos y que la navegación en el Mar Negro esté abierta a todos los países de acuerdo al derecho internacional. El objetivo más importante de la política exterior británica fue siempre contrarrestar el avance de Rusia sobre Turquía y mantener Constantinopla bajo la Soberanía de la Sublime Puerta. Respecto a los Santos Lugares el jedive Ismail, marioneta del Reino Unido, se comprometerá a la defensa de todos los peregrinos. Por otro lado, la rebelión de los polacos contra Rusia en 1863 estuvo a punto de producir una gran guerra en la Europa Central, pero ni los ingleses ni los alemanes ni los franceses entendían que la aristocracia polaca, que vivía con gran lujo y opíparamente en Londres y en París, incitaran a sus desafortunados compatriotas a insurrecciones o a rebeliones sin esperanza, sin marchar ellos mismos al combate. La guerra no se produce tampoco porque los Rothschild han prestado quince millones de libras a Rusia y treinta millones a Italia, y las guerras impiden siempre o al menos retrasan y ponen en el aire la devolución del crédito con intereses. Por otro lado, las operaciones en Polonia podían perjudicar los apoyos de Francia e Inglaterra en la independencia italiana, y contra ello Cavour encarga a la bellísima condesa de Castiglione, Virginia, seducir a Napoleón III para ganarlo para el proyecto de reunificación italiana y de liberación del territorio. Virginia conquistará a otros soberanos europeos con los mismos propósitos patrióticos.


Platón discutió los problemas de la alta política en su República. En una conversación entre Sócrates y Glaucón demuestra que la guerra es endémica en la civilización. Empezando por la ciudad en su forma más simple, señala que, conforme la civilización avanza, mayor es la necesidad de potencial humano, y que las tierras que antes bastaban para sustentar una civilización primitiva son insuficientes para mantener a otra de tipo avanzado. La sustancia de su argumentación queda contenida en el siguiente extracto:


Sócrates.- Entonces, ampliaremos nuestras fronteras; porque el Estado original ya no es suficiente…y proliferarán animales de muchas otras especies, si la gente accede a comerlos.


Glaucón.- Desde luego.


Sócrates.- El país que bastaba para sustentar a los habitantes primitivos será ahora demasiado pequeño e insuficiente.


Glaucón.- Es cierto.


Sócrates.- Anhelaremos, pues, un pedazo de territorio vecino para dedicarlo al pastoreo y a la labranza, y ellos querrán un pedazo del nuestro, si, al igual que nosotros, sobrepasan el límite de su necesidad y ceden al deseo de acumular riquezas sin límite. ¿No es cierto?


Glaucón.- Eso será inevitable, Sócrates.


Sócrates.- Iremos a la guerra, Glaucón, ¿no te parece?


Glaucón.- Desde luego.


Sócrates.- Entonces, sin determinar aún si la guerra ocasiona beneficios o daños, podemos afirmar que deriva de las mismas causas que las de casi todos los males de los Estados, tanto particulares como públicos.


Glaucón.- Indudablemente.


Esta traducción, que resume quizás de una manera excesiva los parágrafos platónicos que van desde el 373a al 374a (resumir a Platón es siempre amputar sustancia), es en cierta manera un predesarrollo de la idea conquistadora y bárbara que veinticuatro siglos más tarde la conocemos por Lebensraum, o espacio vital, y que será fundamentalmente defendida por ideólogos nazis, Alfred Rosenberg (vid. El Mito del siglo XX), Gottfried Feder, Moeller van der Bruck– que es él, y no Hitler, el autor del concepto de “Tercer Reich”, Oswald Spengler y su La Decadencia de Occidente, Karl Haushofer– el inventor de la noción exitosa de “geopolítica” –Hans Grimm– que su libro Volk ohne Raum (Pueblo sin Espacio) desarrolla arrolladoramente la doctrina del Lebensraum, etc., etc. Ahora bien, lo que nos dice Platón es la realidad, aunque no guste a nuestros principios humanistas. Los nazis eran unos cínicos al defender estar realidad inhumana, pero no dejaban de afirmar la experiencia de una verdad histórica.


Así también es curioso observar el tremendo “prestigio” –palabra que como nos recuerda nuestro Unamuno en el pasado significaba “engaño”– que ha tenido la guerra en la historia política. Saquemos al azar una frase de un manual de historia escolar: “Adriano falleció en el año 138, siendo sucedido por Antonino Pío, cuyo reinado fue tan pacífico que apenas si puede comentarse algo de él”. Es decir, de un político o gobernante pacífico no merece la pena señalarse nada en un libro de historia. Un dirigente digno de pasar a los anales políticos (¡también contemporáneos!) tiene que haber sido ovacionado por sus hazañas militares, o maldecido de modo indeleble por sus derrotas militares. Miles de epónimos de nuestras calles son de generales y otros grados militares, y no se nos ocurre llamar a una calle con el nombre de un vecino pacífico y bonachón. Sin embargo, tales “burradas” se siguen escribiendo en nuestros libros escolares sin darse uno cuenta –supongo, y hasta por autores pacifistas y antimilitaristas, a quienes no cito por considerarles no del todo conscientes del uso que hacen de tales redacciones. Es difícil escapar del influjo de eso que llamaba Gramsci la “hegemonía cultural”. 


[El Imparcial]