martes, 4 de junio de 2013

De cómo la acracia llegó al noble agro

Agro chinchonero, esta mañana
(Detalle)

Vicente Llorca

Sabia costumbre, por las mañanas nos juntamos en el bar de Alipio, en la carretera. Allí, con el café temprano, las noticias llegan, y la prensa local, y se puede uno enterar de los grandes temas del día. De los precios del mercado, por ejemplo. O de cómo la otra tarde estuvieron persiguiendo un novillo de Juan por la autovía, hasta que consiguieron encerrarlo, entre autocares y portugueses perplejos. Dicen también otros que han enviado todas las novilladas al matadero, ante la calidad de las ofertas que le habían llegado. Antes, las torearon ellos mismos, asegura alguno.

Todas las mañanas L. nos saluda, con su voz ronca y castellana, afirmando:

-Esto lo arreglaba quien yo sé.

Nunca terminamos de saber si se refiere al general Muñoz Grandes -panacea universal de todos los males, según él- o a D. Santiago Bernabeu, en vida del cual, dice,  “no pasaba esto”. Depende de que el Madrid haya ganado o perdido esos días.

Por la mañana habíamos estado en la Fuente de San Esteban, donde se celebraban las fiestas del Corpus.

Las fiestas no pueden ser más tradicionales; encierros y misa; y capea en la plaza y procesión; y el toro del aguardiente y romería hasta la estación. Y una becerrada y baile debajo de la iglesia. El domingo, día grande, se anunciaba una novillada formal en el coso de la carretera, con trajes de luces y alguacilillo. Hasta burladeros tienen…

Esa mañana corrían por el pueblo una especie de carretones con pelo y cuernos, persiguiendo a los muchachos y celebrando el encierro infantil. A mí, no sé por qué, de repente me encantó el encierro. Los monigotes con ruedas, a modo de tarasca o gigantes y cabezudos, los muchachos riendo -y asustados en el fondo- tenían algo de celebración carnavalesca, ancestral y mágica, en donde la figura totémica del toro recorre las calles, y entra en la iglesia, entre el jolgorio y el miedo, y los petardos que saltan por las aceras. Un niño gordo y mofletudo había bajado a la plaza, con un remedo de disfraz de torero, y hubo que ver el pasmo que se le quedó en la cara cuando el carretón pasó por delante, humillando, mientras él, muy serio, le inflingía un pase de pecho. Éste no se olvida ya en todo el invierno.

Los toros de cartón, que sobresalían por encima de las talanqueras, tenían además el aspecto del encaste Vega-Villar, cornalones y berrendos en negro, y eso también contribuía a la exaltación taurómaca.

En el bar, luego, L. siguió protestando, describiéndonos los costes de la fiesta del pueblo, a la que él había contribuido. Hay que traer no sé cuántas ambulancias, decía, y pagar infinitos seguros. Y la Seguridad Social se lleva un quiñón y encima hay que elaborar un proyecto, visado por el Colegio, de la plaza y las instalaciones del ruedo. Hasta los remolques de los tractores, y un trillo viejo, que forman la ancestral plaza de carros, se revisan y pagan, afirmó, aunque esto ya no sabíamos si lo decía en serio. Del bar, ya a mediodía, salimos reforzados en la teoría, expuesta minuciosamente por un vecino, de que hay un enano maligno, instalado en las oficinas de la Administración, cuya única tarea es la maquinar decretos y reglamentos, día y noche, para fastidiarnos a los del campo, complicarlo todo y conseguir que nos rindamos de una vez.

-Pues yo, que tengo una librería en Zamora, debo de estar vigilado por el mismo enano -soltó un primo mío, bastante leído, y que efectivamente soporta una librería en Zamora.

La librería la va a cerrar por fin, me confesó en un aparte.

-Como pille a los de la Administración

El tema de la Administración y el enano burócrata nos habían fastidiado el aperitivo, así es que nos fuimos. En los soportales, los muchachos aún seguían jugando al toro.

Por la tarde, para completar el día, nos fuimos a Vitigudino con un amigo, que lidiaba allí una novillada. La novillada en realidad eran toros para las calles, que luego se iban a encerrar para la capea en la plaza. La ganadería de mi amigo en tiempos se toreaba en Madrid, en San Isidro, y en Pamplona y en Sevilla. Pero tal y como están la cosas tampoco es plan de ponerse estupendos y los novillos estaban vendidos para los encierros y además había unas vacas de retienta y allá que nos fuimos.

Cuando llegamos todo el pueblo se dirigía a la plaza, a las afueras, sobre el camino del matadero. Las peñas llevaban cada cual su orquesta y era de ver como todas coincidían en exaltar el popular sonsonete -vagamente filosófico- de “Si te ha pillado la vaca, jódete…”, estribillo incluido. Estoicismo popular, comentó alguien.

La entrada era muy barata y todos, viejos y mozos, se agolpaban en fila en la taquilla. Como íbamos con el ganadero pensamos entrar por la puerta de corrales, que la tradición dice que el ganadero por lo menos pueda ir gratis a sus propios festejos. Pero allí no había más que un portero, gordo y funcionarial, que nos miró con el unicejo fruncido y al que ni nos atrevimos a nombrarle la consuetudinaria ley. No nos dejó ni hablar.

Yo recordé entonces otra tarde, hace ya tiempo, en la que el que lidiaba era yo, una novillada en el noble pueblo de Bañobarez, allá por los Arribes, y en la que nos dirigimos alegremente al encargado de la puerta de chiqueros.

-Hola, buenas tardes. Estos vienen conmigo. Soy el ganadero.
 
-¿El ganadero? ¿Otro que viene con lo mismo? Han entrado ya cinco con el mismo cuento

Y allá que nos tuvimos que ir a la taquilla, a sacar los entradas, que la novillada daba comienzo. Todavía me estoy preguntando quién fue el capullo que entró con mis boletos.

 Afortunadamente aquí apareció uno de los de la Comisión de festejos y nos llevó al palco de presidencia y pudimos pasar con él. Las bandas habían cambiado de tema y ahora perpetraban, con idéntico furor, “Paquito el chocolatero”.

Los festejos de Vitigudino al parecer los organiza una comisión de vecinos, y ellos se encargan de todo, y corren con todos los gastos y hay que ver qué entusiasmo tienen, porque para esa tarde habían traído por lo menos seis utreros, gordos y lustrosos, y algunas eralas para los más chicos. Nos dijeron luego que por la noche echarían el toro del aguardiente. Ellos se habían hecho empresa, contaron, y allí no había ningún tipo de subvención. Cuando me enteré además que para las fiestas de la Virgen, en agosto, habían programado una corrida mixta con toros de Victorino y de Barcial, mi admiración ya no conoció límites. Que en el cuarto toro nos invitaran a una merienda con queso curado, matanza de ibérico y vino de la sierra en el patio de arrastre no tiene que ver con mi entusiasmo, fraguado ya desde el momento en que me los presentaron.

En la plaza tuve la misma iluminación -algo más estruendosa- que por la mañana, en las calles de la Fuente. Se celebraba la capea, y los mozos quebraban a los toros, y los recortaban y saltaban la barrera y alguno se dejó los dientes en el callejón, porque calculó mal el salto y la plaza, remota y oscura, es de piedra… Luego, salieron los capas y recordé, viéndolos, el toreo que de niños habíamos conocido en los pueblos, y en las fincas y en el carnaval de Ciudad Rodrigo. El toreo sobre las piernas, con utreros y cinqueños cornalones, en el que el juego es quebrar al morlaco, y burlar su embestida. Capotes y toallas, alguna pañosa de verdad y un gabán que se quitó uno servían de engaño frente a los novillos. Y las piernas de los maletillas, que burlaban la embestida, al tiempo que los oscuros utreros rebañaban la suerte, intentando alcanzar a los mozos. En un momento determinado uno se estiró frente a un cuatreño, girón y coletero, y en ese instante tuvimos la sensación de estar asistiendo al origen de la tauromaquia, en el gesto que se inmoviliza frente a la embestida ciega del toro, y entre las carreras y las voces, y el vino agrio de las capeas.

Hacía mucho que no veíamos a los capas, los que antaño recorrían los caminos de las fincas y de las talanqueras, en el campo de Salamanca. En el patio, durante la merienda, habíamos estado hablando con alguno, escéptico y visionario en el fondo.

-Para completar la tradición ya sólo falta que pasen el capote por el público, para sacar las propinas -se me ocurrió comentar, al final de la capea.
 
-Sí, hombre, qué quieres. Que entonces vengan los de Hacienda y se lo lleven… - replicó otro.
 
Alguien se rió. Mi amigo, el ganadero, se quedó en silencio. Luego dijo:
 
-El Estado es un robo.

Y entonces tuve la certeza de que el príncipe Kropotkin había llegado, por fin, al noble agro.

Agro chinchonero, esta mañana